viernes, 11 de septiembre de 2009

Jesús Gaviria: MEMORIA DE LECTURAS


Por: Jesús Gaviria
Jesús Gaviria Gutiérrez nació en Medellín en 1949. Poeta y Crítico de Arte. Como poeta ha publicado los libros: Una corta danza, Veinte piezas para instrumento de percusión, Cuarta de libre disposición, Pintura sobre porcelana, entre otros. En artes plásticas fue Curador del Museo de Arte Moderno de Medellín, entre 1989 y 1994. Director de la Colección El Arte en Antioquia ayer y hoy, del Fondo Editorial de la Universidad Eafit. Entre sus publicaciones sobre arte sobresalen: La acuarela en Antioquia, Arte en Suramericana, Imágenes del café y otras. Ha sido además jurado de varios concursos de poesía, cuento, pintura, fotografía y video..


Cuando a un escritor se le pide que hable de sus lecturas, generalmente se espera de él que se refiera a los primeros libros y autores que frecuentó en su adolescencia y primera juventud, haciéndose eco del prejuicio generalizado según el cual solo se lee verdaderamente en los primeros años de formación. Nada más falso, al menos en lo que a mi respecta. Es como si con esas primeras lecturas el carácter se fijara definitivamente y en adelante solo quedara ampliar y profundizar lo ya formado.
Es posible que a esa edad se lea con mayor entusiasmo que en la edad adulta y que la memoria aún fresca, retenga con mayor facilidad y para siempre, lo leído. Pero el joven aún no ha desarrollado completamente las herramientas sin las cuales no hay verdadera lectura: una vasta cultura, la capacidad de relación y la facultad de distinguir la escoria del oro puro, cosas que no se adquieren sino tras largos años de lectura atenta.
No quiero decir con esto que las lecturas juveniles no sean importantes en la formación del poeta o el narrador; lo son y en gran medida. En mi caso, por ejemplo, fueron fundamentales para afinar el sentido del oído, para familiarizarme con la música del verso, para aprender a apreciar el sentido de la forma, que en poesía son fundamentales.
¿Qué leía yo en aquellos años iniciales? Lo que leían todos los adolescentes con inquietudes literarias por esa época: León de Greiff, Jorge Zalamea (El sueño de las escalinatas del que recitábamos de memoria extensos pasajes), José Asunción Silva, Barbajacob, Gustavo Adolfo Becquer, Rubén Darío y otros que preferiría no nombrar, todos ellos poetas que privilegiaron, de una u otra forma, la música del verso.
Con la prosa la elección fue más complicada. ¿Por qué razón? Aunque crecí en contacto con una buena biblioteca no todos los libros estaban a mi alcance. Mi familia tan tolerante en muchas cosas, siempre vigiló mis lecturas, pues aunque el “Index livrorum Prohibitorum” fue abolido en el Concilio Vaticano II su influencia en los hogares burgueses continuó imponiéndose algunos años más. Sastre, Bertrand Russell, Alberto Moravia, Marx por su puesto, entre otros me fueron vedados. Pero no era solo esto; mi generación creció con el vendaval nadaísta que tenía su propio “índice”. Cervantes, Goethe, todo el teatro español, y entre nosotros Tomás Carrasquilla, José Eustasio Rivera, Guillermo Valencia, Jorge Isaacs, eran todos unos chapuseros indignos de ser leídos por quien pretendiera estar en la vanguardia ¿y a los 17 años quien no quiere estar en la vanguardia?
¿Qué quedaba de aquella depuración de doble origen? Aunque parezca extraño me refugié en al obra de Fernando González sin comprender mayor cosa, más fascinado por la frescura de esa prosa agresiva. También leí con pasión buena parte de la obra de Giovanni Papini quien pedía al escritor, al artista, ante todo valentía.
En tan corto espacio solo puedo hacer un rápido catálogo de mis lecturas adolescentes, en nada diferente, como dije, a las lecturas realizadas por cualquier muchacho inquieto de los años sesentas. Rabindranath Tagore, Kazantzakis, Hermann Hesse (Demián, El lobo estepario, Narciso y Goldmundo), Omar Khayyam, Walt Whitman (es especial el “Canto a mi mismo”). Como se ve, de los “clásicos”, nada. Homero, Virgilio, los trágicos griegos, Goethe, Cervantes, Lope, Calderón, no pasaron de ser nombres útiles para aprobar los exámenes de literatura y de cuya obra solo conocimos más que esquemáticas sinopsis. Sospecho que los profesores de literatura de la época apenas conocían un poco más. A esta lista hay que agregar los escritores del boom de la literatura latinoamericana. (Recuerdo el fervor con que leí una pequeña novela titulada “La Hojarasca” de un tal Gabriel García Márquez).
Ya en al universidad tuve el privilegio de frecuentar y establecer una amistad que dura hasta hoy con un grupo de poetas, narradores, ensayistas, artistas plásticos, etc, muchos de ellos ya conocidos y reconocidos. Por su conducto tuve acceso a lecturas que abrieron mi horizonte de lector y de poeta en ciernes. A través de ellos conocí la gran poesía norteamericana de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX: Emlily Dickenson, Robert Frost, Carl Sandburg, Wallace Stevens, Wiliam Carlos Williams, Ezra Pound, pero sobre todo T.S. Elliot, a mi entender el más grande poeta del siglo pasado. Con asombro (así leía yo en esos años, con asombro), veía que detrás de las cosas, las situaciones, las personas más insignificantes y nimias se esconde una deslumbrante verdad.
Fueron muchas las lecturas de aquella época y de todo género, pero solo haré referencia a las que hoy recuerdo con más cariño. Por supuesto Borges, ante todo su poesía, pero también en Colombia, Aurelio Arturo, Alvaro Mútis (La suma de Maqroll el gaviero), Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y “los poemas de la ofensa” de X-504. Pero tal vez la aventura más fascinante de aquellos años fue la lectura de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust.
A los tres grandes poetas italianos de la primera mitad del siglo XX, Salvatore Cuasimodo, Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale, los descubrí también en esos años y su lectura aún permanece tan fresca como entonces, sobre todo la de Montale. En ellos afirmé mi tendencia natural hacia el poema breve. De alguna forma ellos legitimaron para mi esa manera de escribir poesía. El panorama lo completaban los románticos ingleses (John Keats) y alemanes (Federico Hölderlin).
Es imposible y hasta cierto punto innecesario, referirse a los libros leídos en los últimos treinta años, algunos de ellos fundamentales (como no mencionar a Tolstoi, Dostoyevski, y entre los poetas a Cavafis, Ceferis, Fernando Pessoa, Mallarmé, Valery). Sin embargo diré algo más sobre algunos pocos escritores que marcaron hitos importantes en mi vida. Para comenzar diré que empecé a llenar vacíos. Hasta entonces Tomás Carrasquilla seguía siendo para mi un “escritor costumbrista”, posiblemente ameno, pero plano, sin relieve; hasta un lector tan inteligente como Estanislao Zuleta lo consideraba tal. No tardé mucho en descubrir la falsedad de ese prejuicio y me sumergí en su obra. No recuerdo haberme divertido tanto mientras veía desplegar ante mis ojos la vastedad del mundo, la condición del hombre, su comportamiento unas veces mezquino, otras heroico, muchas trágico; todo ello presente en un olvidado rincón de un país olvidado, todo esto vertido en una prosa, que como a sus preferidos los dioses le concedieron la triple bendición: BELLEZA, GRACIA Y SABIDURÍA. Por esa época leí verdaderamente la poseía de Gregorio Gutiérrez González y disfruté de la verdadera dimensión de “A Julia”, “Aures”, “Porqué no canto”, y entendí que su “Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia” era mucho más que una narración en verso de las técnicas de cultivo de ese cereal; era un breve poema épico, aunque un poco malogrado al final.
Sin embargo la gran aventura de esos años (finales de los ochentas) la emprendí con la lectura de Tomas Mann. No puedo transmitir en esta breve nota la conmoción, el estado de enajenación en que me mantuve durante los meses que duró esta lectura. No pensaba más que en ello, no hablaba más que de ello, soñaba con esos personajes que extrañamente, parecían mis iguales. Fue necesario poner en orden todo aquello y con cierta disciplina logré organizar mis ideas dando como resultado una serie de conferencias que dicté por esos días bajo el título “Vida y arte en la obra de Thomas Mann”. Nuca había leído así antes, puedo decir que entonces leí por primera vez plenamente.
Con Thomas Mann se confirmó en mi el gusto por la literatura de transición, por la obra de aquellos autores que escribieron o escriben, digamos, desde una zona de frontera; ya sea entre dos épocas, entre dos culturas o entre dos ideologías. De todas las literaturas es esta la que más disfruto, la que más me toca personalmente, la que de alguna manera identifica mi propia situación en el mundo y por tanto es la lectura que hoy privilegio. Tal vez por eso pude enfrentarme con deleite y provecho a la inmensa obra de Goethe, tan difícil para un lector actual, y sin el idioma que la hizo posible.
Como en Colombia el siglo XX fue tardío el anterior perduró casi hasta mediados de siglo, a mi generación le tocó vivir ese tránsito y quizás sea por eso que tales autores me hablan más entrañablemente. Entre ellos debo mencionar a German Broch, Elías Caneti y Sandor Marai, y entre los vivos a Doris Lesing, J.M. Coetzee y ante todo Orhan Pamuk, el escritor que lleva la voz de nuestra generación, aunque cultural, histórica y geográficamente parezca tan lejano.
Con la mención de mi último riesgo, La Divina Comedia, el Poema Sacro de Dante, quiero concluir esta nota. En primer término solo ahora, después de un largo afinamiento de los instrumentos adecuados para captar tales registros pude enfrentarme a las dificultades de ese viaje. El segundo término requiere una digresión. A mediados de los noventa un grupo de amigos nos reunimos convocados por el poeta Elkin Restrepo para leer en grupo, para compartir la lectura de obras postergadas o leídas sin demasiada atención. Enfrentamos la lectura de Homero, Virgilio, Ovidio, Shakespeare, Cervantes, y así aprendí a leer de otro modo. Nunca se quiso olvidar la lectura personal, ese acto íntimo; solo intentamos compartir los resultados de esa experiencia solitaria y a través de los otros afirmarla y enriquecerla. Desde hace tres años nos reunimos, también entre amigos, para peregrinar juntos por los reinos de ultratumba que Dante propone.
He hablado de las etapas que según creo jalonaron mi proceso de lector: la sensibilidad, el asombro, la plenitud y la lectura compartida. No puedo pretender que este sea el camino que ha seguido o deba seguir todo lector. Pero si quiero recordar para terminar lo que Goethe le confió una vez a su secretario Eckerman:
La gente no sabe el tiempo y el esfuerzo
que son necesarios para aprender a leer.
Yo vengo intentándolo desde hace 80 años
Y aún no puedo afirmar que lo haya logrado”.

4 comentarios:

  1. Sólo queda hacer propio este legado íntimo y profundo de sensibilidad, belleza, imaginación y sabiduría poéticas, mantener como él vivo entre nosotros el amor por la literatura entendida como experiencia de totalidad, de asombro sin fin. Memoria y gratitud al amigo, al poeta que nos seguirá acompañando en el tiempo.

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