viernes, 11 de septiembre de 2009
César Alzate Vargas: EL ÚLTIMO MANATÍ /Mi vida en dos libros reveladores.
Por: César Alzate Vargas
César Alzate. Escritor y periodista. Ha publicado las novelas La ciudad de todos los adioses (Premio Nacional de Literatura de la Cámara de Comercio de Medellín, 2001) y Mártires del deseo (Beca de Creación del Ministerio de Cultura, 2001; Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín, 2005; publicada en 2007), la compilación de textos periodísticos y crítica cinematográfica Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades (Premio Cipa a la Excelencia Periodística, categoría Periodista Escritor, 2009) y el volumen de cuentos Medellinenses (Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín, 2008; ha sido publicado con ocasión de esta Fiesta del Libro).
Uno
Era inevitable: el sábado 7 de diciembre de 1985 iba a comenzar mi encuentro definitivo con el amor llevado al extremo de la literatura. No necesito revisar mi cuaderno de bitácora de la época, porque lo tengo grabado en la memoria. Andaba tonteando en cosas de adolescencia que ahora apenas vale la pena recordar y el libro acababa de salir, pero yo tenía amplias noticias suyas por los avances que publicaban los periódicos y por el espectáculo montado en torno al lanzamiento. Se trataba de la primera novela de García Márquez después del Nobel, se promocionaba como la gran historia romántica de nuestra época y se leían apartes en la radio. Uno de ellos me sedujo como el rostro infantil de Fermina Daza a Florentino Ariza: de una vez y para siempre y con una contundencia tal que veinticuatro años más tarde, en vísperas del desencanto definitivo, todavía me dan punzadas de emoción cuando revivo la lectura. Me refiero al pasaje en que él la sigue a ella por la ciudad amurallada después de que Fermina Daza ha regresado de la correría demencial a que su padre la arrastró por la Sierra para arrebatársela al enamorado, sin tener en cuenta que la distancia forzada —a finales del siglo XIX como a finales del XX y a comienzos del XXI— no provoca otro efecto que avivar la pasión de los amantes a quienes se pretende separar. En una prosa alegre y hermosa, la narración nos lleva detrás de la muchacha que hace las compras para la casa paterna, encimando en secreto y exultante uno o dos ejemplares de cada cosa para el hogar que planea constituir con el amado al que apenas conoce de vista; nos la muestra con su paso de venada metiéndose incluso por callejones que no son apropiados para una muchacha de su clase mientras los negros le ofrecen una rebanada de piña para la niña y una pruebita de esto y otra de aquello, dueña de sí misma y conquistadora de la vida, y su enamorado la sigue, a veces tan cerca que alcanza a percibir el olor de su cuello, y así nos adentramos con ella y con él por los laberintos del mercado de Cartagena de Indias, hasta que en el momento definitivo él le habla por detrás, le dice “este no es lugar para una diosa coronada” y su voz y su aliento la siembran en su sitio, y se vuelve a mirarlo y entonces, en un segundo, la vida le revela el enorme engaño a que había sido arrastrada por sus ímpetus de niña rebelde y por la gran capacidad de seducción del verbo de Florentino Ariza, y dándose cuenta en un instante de que todo ha sido una quimera lo expulsa con tres palabras del territorio de la felicidad, propiciando con ello una tragedia de amor que no hallará sosiego sino al cabo de medio siglo.
Me las había arreglado para tener listo el dinero y comprar el libro en cuanto saliera. No es necesario (ni siquiera vergonzoso, en esta época de negación de todo lo que se llama García Márquez) decir que la obra del gran escritor colombiano me fascinaba desde siempre. No cumplía los diez años cuando un ejemplar de Cien años de soledad olvidado por un tío en mi casa me lanzó de bruces al universo maravilloso de sus novelas. En esa ocasión la leí en clave fantástica: el muchacho que es seguido por una nube de mariposas amarillas, la muchacha que se eleva en cuerpo y alma a los cielos, envuelta en las sábanas finas de su cuñada; la matriarca que se achica mientras envejece, el patriarca que se adentra en la muerte como en una sucesión infinita de habitaciones. Por supuesto: era la clave que me permitía la edad. Después ha habido otras lecturas hasta contar cinco, y cada una ha significado el hallazgo de un nuevo nivel de lectura. La última vez, hace un año, la clave fue de tristeza. Los Buendía son una estirpe llena de dolor; todos mueren. Todos están tan solos. Todos mueren. También a mí me ocurrirá.
En El amor en los tiempos del cólera, entre tanto, las claves no se suceden a lo largo de los años y las edades, sino a lo largo del libro mismo. Puedo ser yo distinto una y otra vez, en mis diversas lecturas y en las edades que he tenido en cada una de ellas, pero una y otra vez el libro es él mismo y los varios que en él coexisten. Una y otra vez se suceden en sus páginas el amor desenfrenado, la tenaz espera y finalmente la gloria de la conquista en la edad en que para la mayoría de los seres humanos no existe más posibilidad que la espera de la muerte. He escuchado a muchos desencantados que no aceptan la victoria de la conquista final de Fermina Daza por parte de Florentino Ariza: no son jóvenes, no vale la pena ya descubrir el amor. Para mí, en cambio, pocos autores han sabido mostrar como García Márquez lo gloriosa que puede ser la condición humana en ese encuentro final de Florentino y Fermina a bordo de un buque que los lleva por el gran río de la patria al lugar más alejado de su vida habitual, aquel en que el único hallazgo posible es el de sí mismos. Florentino Ariza nos enseña que en ninguna parte podemos ser más nosotros que en la lejanía, y para premiarlo por su romanticismo tenaz, por su sabiduría para la espera y por su fidelidad sin condiciones, Dios crea un manatí que los enamorados pueden contemplar en las orillas del río y en una época en que todo en el río ha muerto, sobre todo esos animales que lloran como mujeres enfermas de amor.
Setenta y tantos años después del viaje de Florentino Ariza y Fermina Daza y veintiuno de la salida al mercado de El amor en los tiempos del cólera, en la Semana Santa del 2006, emprendí un viaje por el río en busca de aquel manatí. Un viejo piloto de barcos fluviales me había dicho en Puerto Berrío que increíblemente era posible hallar algunos especímenes de esta criatura —con seguridad, los descendientes del que Dios creara para Fermina Daza y Florentino Ariza— en algunas ciénagas y meandros del Magdalena. Viajé mucho. Tomé chalupas que me llevaron a Barrancabermeja, a Magangué y a poblaciones intermedias; tomé otras que me adentraron por la desembocadura del Cauca hasta lugares cuyos nombres ya no logro recordar, y me detuve en remansos alejados a escuchar, a mirar. Ni el llanto ni la tetamenta femenina de los manatíes aparecieron para mí. Derrotado en estos tiempos de amores sin gracia, Dios ya no pudo crear uno para que yo lo viera.
Dos
Nunca me han gustado los judíos, sobre todo porque la sospecha de que los antioqueños descendemos en parte de ellos los ubica en el origen de la característica que más desprecio me genera en nuestra cultura. Mi reticencia no es, desde luego, de tal vehemencia que me lleve a justificar los horrores que ese pueblo ha padecido. Por el contrario, los horrores que padecen los seres humanos en cualquier tiempo y lugar me generan un horror mayor. Los que hasta Dios ha ejercido contra los judíos —a pesar de haberlos elegido como Su pueblo—, pero sobre todo los que ellos ejercen ahora contra los palestinos. Durante muchos años me he resistido a aceptar que quien sufrió el oprobio del nazismo, para señalar el más reciente, tenga en la historia contemporánea la sangre lo bastante fría para hacer a otros las cosas espantosas que el estado de Israel hace contra los copropietarios de su tierra.
No voy a entrar en el análisis de un conflicto como el árabe-israelí, que en definitiva es lejano a mi capacidad de comprensión y, más aun, a mi afecto. Solo me referiré a él para contar que una vez más es la literatura la disciplina que me acerca al entendimiento de un conflicto humano.
Quería hablarles de la última maravilla descubierta por mi máquina de los afectos. Para ilustrar mi evolución como lector, doy el salto de mi adolescencia de los dieciocho años y la novela romántica de García Márquez a mi adolescencia de los 41 y la gran novela del que seguro será el próximo premio Nobel de los judíos. Se titula Una historia de amor y oscuridad. En esta novela con toques de autobiografía y de historia total de su propia familia y de su pueblo, el escritor Amos Oz se relata a sí mismo, a su familia desde los inicios de la misma en varios países de Europa y Oriente Próximo, y al país que, como su familia, se fue juntando en la tierra de Israel y Palestina desde todos esos lugares dispersos.
Pocas veces he llorado leyendo un libro. Si reduzco la cifra a cinco desde el momento en que empecé a leer hasta el presente, diré que dos de ellas han sido releyendo algunos apartes de mis propias novelas a poco de componerlos (los que escriben me entenderán: nunca es uno tan emotivo como cuando trabaja en ciertos pasajes de sus novelas); una ha sido al llegar al apartado en que en Cien años de soledad el coronel Aureliano Buendía cae por primera vez en una trampa de la nostalgia y ello basta para que al orinar en el castaño en que durante muchos años su padre estuvo atado recueste él la cabeza y se quede pensando en el pasado y como consecuencia le sobrevenga la muerte. El coronel Buendía murió de nostalgia. Mis otros dos llantos literarios corresponden uno a Un beso de Dick de Fernando Molano y el otro a El amor en los tiempos del cólera. Ambos son ya no causados por la muerte, sino por el amor. En la novela de Molano, el momento en que esos dos muchachitos se entregan a la pasión que sienten uno por el otro y son tan enormemente felices y tiernos. Y en la de García Márquez, el momento culminante de aquella espera de más de medio siglo en que a bordo del vapor Nueva Fidelidad, bautizado así en honor de ella, Fermina Daza busca por fin la mano de Florentino Ariza y le otorga la gloria suprema de dejarse conquistar de él: ¿quién desea ser joven, si es posible que exista la vejez para vivir ese instante?
Todos esos llantos ocurrieron hace muchos años. Entre tanto se me ha enfriado la sensibilidad y ya ni siquiera en cine se me saltan las lágrimas con frecuencia. Pues bien, Amos Oz lo ha logrado de nuevo: me pasé de llanto en llanto la lectura de las casi ochocientas páginas de su historia amorosa y oscura. En especial, hay dos momentos que me conmueven hasta el fondo mismo de lo que soy. El primero, cuando la narración llega a ese día inmenso de 1947 en que la asamblea de las Naciones Unidas vota la creación del Estado de Israel, y el padre, que jamás se permite excesos de afecto o emoción, acude a la cama del pequeño Amos y lo abraza en silencio, y el niño sabe que está naciendo su país y su pueblo ha dejado de errar después de dos mil años, y los lectores nos enteramos de lo que para una nación significa conquistar al fin su territorio, tener por fin un punto de llegada. De alguna manera en ese momento comprendemos la ferocidad de Israel en la defensa de dicho territorio a lo largo de las siete décadas que siguieron. De alguna manera lo comprende el mismo Amos Oz, que no se distingue entre los intelectuales de su país por ser precisamente un judío recalcitrante.
El segundo instante de conmoción me lo provoca la narración de la muerte de la madre, tan trascendental para el escritor/narrador que dicho pasaje es también el último de los muchos muy importantes que sobre sí mismo y su pueblo cuenta en la novela. No llora él. No llora el niño cuya madre ha muerto de suicidio, pero ese acontecimiento lo marcará de por vida con una cicatriz omnipresente en su alma.
Lo que yo sentí leyendo esta novela de Amos Oz, la única suya que en realidad ha llegado a entusiasmarme, es que esa cultura lejana, ese país en que se baten en duelo feroz dos pueblos que anhelan tener un lugar para sí, está llena de semejanzas con la mía. No en la característica que más desprecio me genera de mi propio pueblo, que es el doble pecado de la avaricia y el oportunismo, sino en la manera sencillamente humana como esa cultura ama, ríe, llora, mata, se defiende, trabaja y se distiende. Somos tan humanos y tenemos tantas ganas de vivir como todos esos judíos dispersos en su diáspora que durante la primera mitad del siglo XX llegaron desde tantas partes a ese pedazo de tierra más bien desértico —tierra prometida al fin— y tan distinto de lo que conocían por vida, para juntarse y dar forma al gran pilar de toda nación, que es el poseer un territorio.
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Una lectura fascinante,que me da la sensación de mirar por dentro a quien escribe.Estaba a punto de acostarme,pero ingresando por aquí me quedé un buen rato disfrutando de su escritura,que transporta y encanta.
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