viernes, 11 de septiembre de 2009

Gabriel Jaime Franco: ¿Sólo de lo negado canta el hombre?


Por: Gabriel Jaime Franco

Gabriel Jaime Franco (Medellín, 1956). Miembro del Consejo Editorial de la Revista Prometeo y del equipo organizador del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Libros de poesía: “En la ruta del día” (1989), “La tierra de la sal”, “Reaprendizaje del alfabeto” (Premio nacional de poesía Fuego en las Palabras, 1997) y “Las voces escindidas” (Beca de creación del Ministerio de Cultura, 1998). Ha sido incluido en las antologías “Cinco poetas jóvenes”, “Disidencia del Limbo”, “Conozcámonos mejor” (Brasil-Colombia), “Postal de fin de siglo” y “Quién es quién en la poesía colombiana”.

1. Gratitud a manos llenas a las palabras y al amor
Este programa puntual de la Fiesta de Libro tiene el genérico nombre de “El escritor y sus lecturas”. Hay algo en ese título que no quiero pasar por alto. En efecto, puesto que he sido invitado se me ha supuesto o se me ha catalogado como escritor. Comprendo el equívoco, pues ahí está el hecho indiscutible de que he escrito, y publicado, algunos poemas, pero quiero decir sin impostura alguna que no creo que esa sea razón suficiente para aceptar que soy un escritor. Hay que respetar ese oficio, y sobre todo a quienes lo ofician: puesto que ellos, los escritores, efectivamente trabajan en él, viven en él. Algunos, con suerte o mérito, hasta de él. Lo explico metafóricamente: ponerme unos guayos no me convierte en futbolista.
Los escritores son, creo, las víctimas de su oficio; no son los padres de sus creaciones, sino sus hijos, amorosos enfermos secuestrados por su propia obsesión creativa. No seré yo quien usurpe, pues, el título de un oficio y una (y hasta de un honor) que no he merecido. Quiero hacer este deslinde como homenaje y como gesto de gratitud. En un librito que editó y publicó hace exactamente un año Luis Fernando Macías (Diario del incierto) creo haberles hecho ya a los escritores ese homenaje, en un poema más bien desesperado en el que hice una afirmación que puede parecer exagerada en la que se mezclaban, tan bellas y altas las dos, las palabras con los brazos de la mujer que amaba. Decía el poema, o lo que creo que era un poema: “Sobre tus manos y páginas no mías me yergo todavía. Lo que fui, y lo que aún soy, está fuera de mí”. El amor y las palabras: y es sobre ellos me yergo todavía. Y tanto las manos de la mujer amada como las palabras existen y están fuera de mí, y ya sé, para mí, que no se justifica vivir sin la fatalidad de no poder hacerlo mas que porque ellos, el amor y las palabras, siguen ahí. Mejor dicho: sin el amor y las palabras no soy nada, nada, nada. Ni lo seré.
No tengo nada contra los escritores, como ya habrán notado, pero debo ser sincero y confesar que no me siento embarcado en una boda con una novela y un ensayo como suegros, como padrinos un cuento o una crónica. Y no sólo no tengo nada contra los escritores: les debo más de lo que yo mismo estuve muchos años dispuesto a aceptar. Pues, en efecto, renegué de ellos en un tiempo del que ahora reniego. Me parecían gente ociosa, en el mal sentido del término, unos estafadores que además me convertían a mí en un ocioso, a gastar las horas que con generosidad me daba la vida en no vivirla más que por interpuestas personas: ellos, los escritores. La primera mujer que me estrujara en una cama estaba en Trópico de cáncer, de Henry Miller; el prójimo al que me debía (y al que quiero deberme), no lo abrazaba yo en las calles o en sus casas, sino en el Nuevo Testamento, o en Sidharta o El lobo estepario de Herman Hess; mis amadas y opresivas angustias metafísicas estaban dentro de mí, claro, pero yo hallaba mayor desesperación o consuelo en La Náusea de Sartre o en el Mito de Sísifo de Camus; yo resolví mi nostalgia de acción política, no en las huelgas y en los sindicatos, sino en el XVIII Brumario de Luis Bonaparte de Marx o en El papel del trabajo en la conversión del mono en hombre, de Engels, para no mencionar sino dos títulos. Yo no resolví, en fin, yo no convertí mi desesperación en creación: lo hicieron los escritores. Se dirá que si he escrito poemas soy un creador, a lo que responderé que no creo haber hecho otra cosa que tratar de transcribir una experiencia interior cualquiera, hacer una especie de fotografía verbal de mis amores, mis desasimientos, mis miedos, mis sueños. La invención no es, ni mucho menos, una de mis virtudes. Yo no he creado: he tratado de transcribir.
¡Cuánto les debo, dios, cuánto les debo a los escritores! Y sobre todo a los poetas… ¡Cuánto les debo! A ellos, a los poetas y escritores, ¡cuánto me debo!, a ellos y a un Dios del que no he terminado de pedirle una rendición de cuentas, me debo.
2. La pérdida.
Creo haber llegado tarde a la poesía y a la literatura (nunca se llega tarde a la poesía, aunque sería ideal que pudiéramos llegar desde niños), esto es, en un momento en el que mis compañeros de generación tenían ya un buen caudal de lecturas y otro tanto de intentos de creación poética y de reflexión sobre la belleza. Y deberé explicar las razones que me condujeron (¿llevaron, empujaron, lanzaron, tiraron, depositaron, dejaron, abandonaron, pusieron en?) a la poesía, porque es de esas razones que se determinaron mis gustos y pasiones literarias. Yo llegué a la literatura y a la poesía por la vía de la sustracción, de la pérdida. Puedo enumerar esas pérdidas, tratar de dibujarles, muy someramente, esos huecos. Fueron tres, hasta donde sé, esas pérdidas.
La primera de ellas es fundamental: la pérdida de la fe, el vacío de Dios. Yo no sé si hay vacíos grandes y vacíos pequeños, lo que parece un contrasentido, pero en todo caso la pérdida de la fe instala en el corazón un vacío que no podrá llenarse jamás. Sobre ese vacío uno va poniendo cosas, claro, porque es un hueco que reclama ser llenado, pero eso es algo que no se consigue jamás, entre otras razones porque la fuga de Dios es la fuga de nuestra precaria pero insustituible comprensión del mundo. La pérdida de Dios fue para mí la “conquista” de un desasimiento con el que me iré hasta la muerte, la puesta en marcha de una herida que no termina nunca. Ser ateo, pues, me ha costado, soy un ateo “orgánico”, he sufrido la ausencia de Dios en el cuerpo.
La otra pérdida, el otro gran hueco, fue el amor no realizado. Amé muy profundamente, y mientras perdía a Dios, a una mujer que no me amó. Tan profundamente la amé, que si ella me hubiera amado quizás el vacío de Dios habría sido “menor”, menos doloroso, una especie de vacío “más chiquito”.
Y viene la tercera pérdida, fundamental e hija de la primera: pues si yo había perdido a Dios no había perdido, por eso, su gran enseñanza: la del amor al prójimo. Y ese amor debía ser realizado, y no podía realizarse mas que como acción política. Otro fracaso, pues no había algo así como una “izquierda” mediante la cual el amor pudiera salir de la esfera retórica para convertirse en abrazo real. O sí, pero existía de tal modo que era una izquierda que tenía brazos y cabezas por todas partes, verdades por todas partes, “grandes” ambiciones por todas partes. No una ambición, no. Ambiciones por todas partes. Y vi que no había amor al prójimo. Gran pérdida. Grandes pérdidas.
3. Entonces llegó la poesía

Dije que llegué a la poesía por la vía de la pérdida, de la sustracción. No llegué por la ruta del que sabe, del que tiene respuestas, seguridades, certezas, sino por la de quien está huérfano de ellas. Y como, para entonces y hoy, se me acabaron las respuestas, traté de ir por algo en mi propia vida interior que me salvara, y casi ya al borde del suicidio, no hallé otra cosa que la poesía. No la literatura, sino la poesía. Y la hallé de una manera que no dudaré en llamar fantasmal: en efecto, sin haber leído más que los textos que nuestra pésima educación escolar me había exigido, sin haber pensado jamás en escribir ni en leer, de súbito, de súbito, en un estado de desesperación inenarrable, escribí “un poema”. Era un poema muy, muy, muy malo (cosa que supe después, claro), pero fue una experiencia existencial tan fuerte, que quizás sólo aquellos que han desembocado en ella pueden comprenderla. Hallé, pues, la poesía. Que es hallar nada menos un territorio que, mientras más cree uno adentrarse en él, más territorio falta, la paradoja existencial de saber que, mientras más “sabes”, más te falta por saber. En el caso, claro, de que uno sepa algo.

Y encontraba entonces la poesía por todas partes, pero, ahíto como estaba de ella, la veía sobre todo en lo que leía. Y en los amigos, pues puedo jurar que había más poesía en el encuentro con los amigos que en mis hermosos y dolorosos e intensos intentos de hacerla. También la hallé en la luz y el aire de nuestro cielo, claro, y en la gente, y en un accidente de tránsito, y en un niño que dormía enarcado entre los brazos y la mirada inefable de su madre, etc., pero sobre todo en lo que leía. Yo leía porque buscaba, y lo que buscaba, en el fondo, eran alternativas y respuestas a mi miedo, mi ansiedad, mi amor; un agua para mi sed de plenitud.

Y encontré, no lo dudo ahora, respuestas en la poesía escrita. Poesía escrita que hallé, en más de una ocasión, en novelas y ensayos , como en El Extranjero, La Peste, El Mito de Sísifo, El Hombre Rebelde y Actualidades, de Albert Camus; en las Tribulaciones del joven Werther, de Goethe; en Crimen y Castigo, de Dostoievski; en TODO Cortázar. En Para contribuir a la confusión general, de Aldo Pellegrini; en El ocultismo y la creación poética, de Eduardo Azcuy. En El arco y la lira, de Octavio Paz; En el teatro, hallé la poesía en una obra del sobrecitado Camus: Los Justos, obra de la que, si esta circunstancia de hoy hubiera permitido, habría hablado más largamente.

Leí mucho, leía mucho, y leí y leía, creo, no como una manera de vivir, sino de no morir, pobre semi-ahogado que al levantar su cabeza sobre la superficie de las aguas de su propio naufragio no veía otra cosa que palabras y brazos de una mujer amada.

¡Cuánto les debo, Dios, cuánto les debo a los escritores! ¡Cuanto a los poetas! ¡Cuánto a los brazos de la mujer amada!

4. Lecturas al borde del abismo y la primera lectura.
Voy a citar, a riesgo de clisé, una famosa frase de Borges: “me siento más orgulloso de lo que he leído que de lo que he escrito.” Yo añadiré: también más orgulloso de lo que han escrito y de lo que he hablado y me han hablado mis amigos.
De mi parte, he escrito poco, y no estoy seguro (ni inseguro) de haber hecho siquiera un verso memorable, lo que explica un poco el orgullo de lo que he leído. Y de lo que han dicho y escrito mis amigos.
En verdad, he leído muchos, muchos libros. Sé también que no los suficientes. Pero recuerdo pocos, lo que no es siempre atribuible a mi mala memoria, sino muy probablemente al hecho de que se publican demasiados libros malos (libros malos que, por lo demás, le fueron necesarios a quienes los escribieron). Y el hecho de que recuerde algunos libros no significa tampoco que son por eso buenos. Los recuerdo porque me fueron necesarios, porque sin ellos mi vida no hubiera sido vida, lo cual equivale a decir, sin hipérbole alguna, que me jalaron hacia atrás cuando yo me disponía a dejar detrás de mí la puerta que me plantaba ante el paisaje ciego y desértico del nihilismo; me jalaron también una vez que yo estaba literalmente ad portas del suicidio (que es casi la misma cosa que el nihilismo, con la ventaja de que en la muerte ya no tenemos que sentir o creer que todo vale nada). También me jalaron hacia atrás libros “oscuros” cuando, una vez, yo entreabría una puerta tan triste como la del nihilismo (la del nihilismo no es ni siquiera triste, ni desesperada, sino resignada, conformista y sin duda falta de imaginación y de generosidad con su tiempo): la de un optimismo que renunciaba a la crítica, y que creía, así sin más, sin consultar las duras condiciones de su tiempo, en las bondades de un porvenir promisorio y luminoso.
Aunque no seré cronológico, empezaré por habar del libro que quizás haya tenido la mayor y dolorosa influencia en toda mi vida, un libro de infancia, cuando se suponía que yo ya sabía leer mi mamá me ama y yo amo a mi mamá. Coquito, creo que se llamaba. En sus primeras páginas puede todavía verse, si alguien lo conserva, un triángulo (que si los equiláteros lo son ése lo era), en cuyo interior, en el puro centro, aparecía un enorme ojo. Debajo de la monstruosa imagen (¿no es monstruoso un triángulo con un ojo?), el pie de imagen: en caracteres que la inteligencia que me queda no duda en calificar también de monstruosos, una leyenda que casi no consigo quitarme de encima: “Dios me ve”. No era una amenaza, no era un “!pilas, pilas que Dios te ve¡”. No. “Dios me ve”, decía. Era como si lo hubiera escrito y decretado yo. Aquella lectura me convirtió en un policía de mí, me instaló en el corazón un Dios, no que me cuidaba o guardaba de peligros, sino que me hacía saber que el peligro era yo, y que en consecuencia yo debía ser “bueno”, seguir sus preceptos. No es poca cosa.
5. Libros y autores necesarios
Como he archirrepetido, si un día fui poeta o escritor lo fui por necesidad, por sed. Si un día lo seré, espero que sea también por necesidad, por sed.
Y mi sed descubrió muchas, muchas cosas. Por lo pronto, hablaré muy brevemente de dos o tres escritores, o de dos o tres libros que me fueron esenciales, a riesgo de no nombrar muchos que también lo fueron, y de dos o tres poemas. Ya mencioné, al inicio de estas palabras pendejamente autobiográficas, algunos libros.
Ahora iré por autores. Mencionaré diez o más. Y hablaré de dos o tres.
Los diez o más: Albert Camus, Albert Camus, Albert Camus, Rene Char, René Char, Henry Michaux, Henry Michaux, Blaise Cendrars, Sartre, Rimbaud, Rimbaud, Saint John Perse, Saint John Perse, Rene Daumal, el surrealismo francés; César Vallejo, César Vallejo, César Vallejo, César Vallejo; Vicente Huidobro, Pedro Salinas, Jorge Luís Borges, Joaquín Giannuzzi, Cortázar, otra vez Cortázar, otra vez Cortázar, Octavio Paz, Aurelio Arturo, otra vez Aurelio Arturo, Jorge Gaitán Durán, X-504, Jaime Jaramillo Escobar cuando fue X-504, Juan Manuel Roca, las pero bellas e intensas vanguardias latinoamericanas de inicios del siglo XX; el Romanticismo alemán (nunca el español); Salvatore Quassimodo, Ungaretti, Campana. William Blake, Walt Whithman. Otra vez Withman, y etc y etc y etc y etc y etc y etc y etc y etc y etc y etc.
6. Dos o tres o siete
No en orden jerárquico, quiero nombrar dos o tres nombres de escritores y poetas y poemas que me fueron necesarios, aquellos sin los cuales mi vida, si la tengo, no hubiera sido vida (excluyo teóricamente a los amigos como una forma literaria, pero insisto en el hecho de que hallé en ellos más poesía que en mucho de lo que leído). Son, en su desorden, los que siguen: Albert Camus, Julio Cortázar, Carlos Marx, Salvatore Quassimodo, Saint John Perse, Fernando Pessoa cuando se llamaba Alberto Caeiro, Fernando Pessoa cuando se llamaba Álvaro de Campos, Fernando Pessoa cuando de llamaba Ricardo Reis. Podemos conversar sobre cualquiera de ellos.
Quiero finalizar este aburrimiento (el de ustedes, claro), con un poema de un poeta que no he nombrado ni leído; , se llama (el poeta), D.H Lawrence, y el poema, El corazón humano:
El Corazón Humano
Existe otro universo: el del corazón humano.
Del que nada sabemos, al que no sabemos explorar.

Una débil y extraña distancia gris
Separa nuestra floja mente quieta
del pulsante continente del corazón del hombre.

Los precursores apenas han desembarcado en las costas
y ningún hombre, ninguna mujer conocen aún
el misterio del interior
cuando aun más oscuros que el Congo o el Amazonas
fluyen los ríos del corazón con plenitud, deseo y penuria.

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