viernes, 11 de septiembre de 2009
Rafael Patiño; LA AVENTURA DE LEER
Por: Rafael Patiño
Rafael Patiño Góez (Medellín, 1947). Poeta, pintor, traductor, bioenergético. Autodidacta, ha trabajado como profesor universitario en áreas tales como francés, inglés, arte cibernético. Colaborador de destacadas revistas y periódicos nacionales e internacionales. Ha traducido poesía de muchos rincones del mundo. Conferencista en el área de medicinas alternativas. Actualmente realiza traducciones, desde el inglés y el francés, del trabajo de algunos poetas invitados al XVI Festival Internacional de Poesía de Medellín así como algunos textos de dramaturgia para el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Ha publicado “El Tras-ego del Trasgo, o de las nueces astutas del desastre” (Universidad Pedagógica, Bogotá, 1980), “Clavecín Erótico” (Autoedición, Medellín, 1983), “Libro del Colmo de Luna” (Autoedición, Manizales, 1986), “Canto del Extravío” (Autoedición, Medellín, 1990), “Le Néant Perplexe” (Bilingüe francés-español, Medellín-Québec, 1999”, “Máscaras de Poesía Negra” (Selección y traducción de poetas negros de África y las Antillas, Universidad de Valencia, Venezuela, 2006) y “Opera quinta” (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006).
“Ay, la carne es triste
Y yo he leído todos los libros”
Stephan Mallarmé
Tal como me ocurrió y ocurre aun a muchos hijos de familia, mi madre fue la encargada de enseñarme los secretos musicales de las letras del alfabeto, los singulares maridajes de ellas y sus silabeos, así como la piedra de toque oculta debajo de las palabras y que vino a develarme poco a poco todos los “ábrete sésamo” de los mundos evidentes y los mundos ocultos.
Desde muy temprano en mi vida me sentí fascinado por la escritura y sus caracteres y no era extraño que me quedara alelado a menudo con los titilantes avisos luminosos, las enseñas y leyendas escritas y por todo aquello que encerrara el misterio de las palabras, de las frases y sus territorios cifrados. Obsesionado por tal fascinación hacía que mi madre me leyera toda suerte de cosas, desde periódicos hasta revistas de comics, nombres, artículos de prensa y cuentos, recetas y todo cuanto cayera a mis manos o estuviera al alcance de mis ojos.
Uno de los más vívidos recuerdos de mi infancia es el de la aventura que viví cuando pude abrir los baúles de mi abuelo, cuyas tapas interiores estaban tapizadas de hermosos anuncios de prensa y de revistas en varios idiomas, y que se hallaban repletos de libros adustos, forrados en tela y cuyos títulos me generaban toda clase de sugestivos pensamientos y acicateaban mi imaginación. Allí bebí por primera vez el néctar de la poesía en los libros de Porfirio Barba Jacob, de José Asunción Silva, de León de Greiff y de los llamados poetas del Parnaso Colombiano como Ismael Enrique Arciniegas y muchos otros más que no voy a enumerar, pero también pude asombrarme con novelas que por su fuerza habían estado destinadas a la censura pero que en casa era corriente ver junto a la almohada de los integrantes de mi familia, todos lectores ávidos. Fue mi fortuna de lector que a mis manos y ojos vinieran, Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, Los Miserables de Víctor Hugo, Los Hermanos Karamasov y Crimen y Castigo de Fedor Dostoyevski, y muchos novelistas más que acrecieron el caudal de mis ensueños creativos. También fue allí en aquellos cofres donde encontré los métodos de aprendizaje de los idiomas que abordé con verdadera hambre desde antes de la pubertad. Recuerdo que Margarita, una de mis tías, en su lecho de muerte me pedía que le devolviera un libro de Pierre Loti que me había prestado y que por alguna razón que no recuerdo había extraviado.
Cuando hube ojeado los muchos de ellos y leído los más que me interesaron entré en una etapa de verdadera fiebre por la lectura, al punto que el único permiso que pedía a mi madre era el de ir a la biblioteca de Itagüí, que desde nuestra casa se encontraba a escasas cuatro cuadras. Atravesar esas calles y esquinas era una incursión atrevida para mi corta edad. Entrar en la biblioteca era como entrar en un templo pues el silencio obligado, las paredes altas, los cuadros enormes con imágenes caballerescas de Don Quijote de la Mancha, toda la edificación semejante a una iglesia, el piso brillante, las sillas altas y de color oscuro y la especie de ritual que era indispensable hacer para obtener un libro –aparte de que la directora era una especie de monja que instaba a todos a permanecer con boca cerrada y sin cuchichear siquiera y que su sitio fuera como una especie de púlpito desde donde dominaba el sitio entero- contribuían a que uno mantuviera todo el tiempo una como religiosa actitud y una especie de reverencia por el lugar mismo y por todos aquellos enormes tomos que reposaban arriba de los estantes más inaccesibles, cuyos títulos siempre ignoramos y que jamás habrían de reposar en nuestras mesas de lectura.
Otra de las costumbres rituales que acompañaron mi infancia una vez que aprendí a leer fue la de leerle a mi abuela Dominguita un libro de Relatos de los tiempos de Cristo que era su solaz que fue además el comienzo de una información judeo-cristiana que con el librito de Historia Sagrada que formaba parte de las asignaturas de otrora, dejó en mi mente una referencia bíblica imborrable, aunque posteriormente llegara a entender todos esos asuntos como las herramientas de manipulación que Carlitos Marx llamara el opio del pueblo.
Con el paso del tiempo, mi vida de hombre se vio absorbida por mi vida de poeta, todo cuanto hacía era leer y toda otra actividad parecía chocarme al punto que se empezó a crear en el seno de mi familia y a costa mía, cierta fama de haragán que fungía de artista. No obstante, como quiera que los libros hubieran dejado un mundo poblado de aventuras en mi ser interno, cuando las circunstancias lo propiciaron me fui a la selva y comencé a leer y estudiar el alfabeto de los árboles y a realizar otra lectura del mundo, lectura que me preparó para una iniciación futura que por entonces jamás imaginé.
Por momentos me volvía un Lobo Estepario o un Demián o sentía la Náusea del señor Roquentin. Pero tan pronto era éste o aquel, el humo de mi combustión tomaba el tinte ocre del Extranjero y mis pasos extraviados por un mundo donde permanecía leyendo con los ojos de los muertos solamente sabían tomar el sendero del Jardín Perfumado donde feroces ninfas me enseñaron el alfabeto oculto del cuerpo de modo tal que, vivencia y poema se aunaron en un todo único e indivisible y pronto supe leer rincones cálidos, las bocas dulces y mohínas, los muslos lunares, y los gritos extasiados y delirantes que el vino avivaba con su carmesí tropical.
En tales entreactos vitales y faunescos entró en mí una fiebre tal que no pegaba el ojo durante largas jornadas por el afán de conocer el final de tal o cual novela o cuento y si no se me secó el cerebro fue porque no leía a Amadís de Gaula sino al Principito de Saint Exupery y a Tarzán de los monos en vez de Tirant lo Blanc. Recuerdo bien que estuve dos días leyendo Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y que la Metamorfosis de Kafka produjo una impresión tan fuerte que al día siguiente de leerlo tenía la extraña convicción de ser el señor K y de esperar que mis miembros se tornasen en los de un escarabajo… Empero, mi fiebre me condujo a leer a los poetas malditos en cuyas páginas sombrías embebí mi espíritu calenturiento hasta el punto de caer en un mundo de sueños poéticos tras cuyas puertas solía convertirme en un fantasma, en un vampiro, en un amante preso entre las rejas de unas frases llenas de doloroso frenesí, de gemas vivientes que palpitaban a cada renglón, y mis pasos me llevaban sin moverme de una silla o un lecho hasta confines compartidos por otros lectores enfermos que de noche dejaban oír extrañas e ininteligibles maldiciones, sus sordos gritos.
Recuerdo, a propósito de lecturas, que mi tía Berta, quien sembraba espuma de mar en la terraza leía el naipe español y mi madre, la apasionada Eloísa, leía la ceniza del cigarrillo. Ambas tenían gran éxito y la clientela que acudía donde ellas lo hacía con discreción pues los ecos inquisitoriales no han dejado de escucharse de vez en cuando desde las nefastas épocas en que clero y fuego andaban de la mano. Era singular ver cómo a veces salían demudadas las consultantes pues según sus propios testimonios las dos pitonisas eran tremendamente acertadas. Todas las formas de lectura, todas las lecturas del mundo levantaron su edificio en mi ser. En cierto momento comprendí que vida y lectura eran lo mismo y asumí que lo ideal sería vivir poéticamente; entonces en medio de una secuencia ininterrumpida de actos demenciales pero paradójicamente lúcidos, embriagué mis sentidos hasta el exceso y escribí día y noche en los entreactos que las mesas repletas de alcohol tenían para mi alterada conciencia.
Vino una noche una voz interior a conmoverme y desde lo alto de una torre de ciudad supe que estaba siendo convocado a vivir de otra forma, a realizar otras lecturas del mundo y que la experiencia de la selva había sido un preludio -con un prolongado silencio- a un nuevo aprendizaje, el de un hermoso alfabeto de plantas, de un metafórico lenguaje corporal, de un largo y rico lenguaje de iniciación, de una cadena de actos que por cierto se mostraron llenos de magia y que iban a llenar de maravillosas experiencias mis días venideros.
Ahora, de noche y regalado por el silencio del campo espero leer las estrellas, el infinito, las cumbres que se esconden detrás de tu amorosa mirada.
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