viernes, 11 de septiembre de 2009
Beatríz Mesa: Soñadora de libros
Por. Beatríz Mesa Mejía
Escribir sobre el acercamiento a la lectura en primera persona no ha sido fácil para mí, que soy periodista, y que siempre hablo del otro, de lo otro, desde el otro. Y ésta ha sido una pregunta frecuente en mis entrevistas. ¿Cómo un escritor se asume gracias a sus propias lecturas? ¿Cómo lo influyen? ¿Cómo se percibe escritor a partir de lo leído?
Listas de títulos, historias de bibliotecas maravillosas en sus casas, anécdotas de textos leídos al escondido, recuerdos de voces lejanas. Imágenes. En fin, son tantas las maneras como nos podemos acercar al libro.
Se puede llegar de forma natural, escoger un volumen de un estante, buscarlo en la casa familiar, en la biblioteca del colegio, pedirlo prestado, brujear un texto leído por otro. O simplemente seguir las páginas de los diarios, detenerse en algunas fotografías, pasar luego a sus pies de fotos, a sus títulos y textos corridos. O buscar las caricaturas y hacer el crucigrama.
Son maneras, formas de acercarse a aquello que una vez llega, no lo abandona a uno.
Tengo una imagen. Estudiaba en el Colegio María Auxiliadora del centro de Medellín y siempre iba caminando desde mi casa hasta allí. Generalmente estaba acompañada. Pero ahora me veo sola, con un libro en la mano andando por las calles recorridas una y mil veces, sabidas de memoria. Leía Las cárceles del alma, de Lajos Zilahy, un relato denso, una historia de amor cruzada por la guerra, en la que la pasión, el deseo, el miedo al otro y a nosotros mismos; la soledad, los encuentros -que ahora pienso como paralelos-, de aquellos que un día convivieron y cuyos caminos se separan, aparecen allí en el fondo de las experiencias de sus protagonistas en una sociedad de la primera mitad del siglo XX herida por el conflicto con sus dos grandes guerras. Un relato que trasciende la anécdota y que nos muestra cómo esos conflictos afectan las pequeñas historias, las vidas individuales.
No he querido volver a leer ese libro que hace parte de mis primeras lecturas, para no perder el gusto que sentí en aquellos días. Para no perder las imágenes que vi en las palabras y los diálogos, para no olvidar el aroma primero, la tristeza y la alegría por lo que allí ocurría; ese final inesperado que, con el paso de los años, siento que marcó mi existencia de una forma inconsciente. La lectura de aquellos días será distinta a la de hoy. Así, no quiero perder el recuerdo singular que tengo hoy de esa novela del escritor húngaro. Es como un no querer perder la inocencia frente a ella. Y es que cambiamos como lectores, nos transformamos con nuestras propias experiencias y cargamos esas lecturas de significados de acuerdo con nuestras propias vivencias.
Sí, Las Cárceles del alma, del escritor Lajos Zilahy, ese libro que me prestó una compañera de colegio, fue fundamental. Sin embargo, ya antes había empezado a leer. Primero los periódicos que llevaba mi padre a la casa. A veces él leía en voz alta o hacía comentarios de una noticia, del editorial, de un acontecimiento, o nos mostraba, a sus hijos, una página, una foto.
Me recuerdo leyendo “los muñequitos”, viendo las fotografías, mirando la caricatura editorial. En fin, acercamiento al papel, a las letras escritas que poco a poco adquirían un significado. Luego las tareas, los recortes de informaciones pedidas por los profesores. Lecturas obligadas. La revista Selecciones con sus historias relatadas como cuentos, con sus micro temas, con sus tips, como adelantándose en el tiempo.
Ya antes el libro había sido un poco juego. Páginas de colores. Amarillo, verde, azul. Páginas para enseñar a contar. 1, 2, 3. Páginas y páginas. Como las de una colección de cuentos infantiles que había en casa de una amiga de infancia. Creo que los leímos todos, los clásicos de brujas, hadas, seductores y valientes caballeros, príncipes enamorados y lámparas mágicas. ¿Cómo nos definen esas lecturas? ¿Qué tanto tomamos en nuestra vida futura de lo dicho por esos autores en los primeros años? ¿Qué tanto marcan nuestras existencia, esos caminos que elegimos? ¿Las puertas que decidimos abrir. Las llaves que seleccionamos?
No recuerdo una biblioteca muy grande en mi casa. Pero sí algunos títulos. Por ejemplo, una bella edición ilustrada a color de Las mil y una noches que con el paso de los años se perdió y que quisiera volver a tener. Fue un libro de vacaciones. Sus páginas me sumergieron en una atmósfera mágica y misteriosa.
Conocí luego los clásicos. Homero, Dante. También a Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Alejo Carpentier, a Gabriel García Márquez, a María Mercedes Carranza que estuvieron conmigo durante varios años provocándome, inquietándome.
Apareció Gaston Bachelard que me habló del mundo sensible de las cosas, de lo que no se ve, del espacio y de la llama. Luego, me sumergí en los relatos de Edgar Allan Poe, maestro del misterio, o de Howard Phillips Lovecraft, con sus bestias de extraños nombres, maestros de la literatura fantástica que abrieron otra puerta. Y caminé de las manos de Jane Austen, Umberto Eco, Marcel Proust, Fernando Pessoa, Raimond Carver, que me ofrecieron tiempos y espacios llenos de facetas. El espejo partido en mil pedazos, con imágenes multiplicadas, diversas. Palabras que me llevaron a interesarme por las artes plásticas, por el teatro, por la historia, por el periodismo.
Y es que el acercamiento a la lectura es eso, abrir puertas. Abres y encuentras grandes salones, espacios decorados, luz, penumbra, profunda oscuridad; los hay como laberintos en los que te pierdes al entrar; en algunos momentos, las salidas se encuentran, en otros, tal vez, no se advierta el otro lado.
La lectura como rompecabezas que se arma, como puente que se cruza, como montaña que se escala, como volcán que explota, como vela que ilumina. Un libro tras otro. Realistas, abstractos, crípticos. Libros que nos hacen preguntas, libros a los que les preguntamos; otros nos inquietan, como si ellos nos indagaran, nos retaran. Otros nos dan respuestas. Algunos se pierden en la memoria y aparecen en los momentos más inesperados. La constelación se hace visible. Otros se olvidan, no tienen que volver.
Lo que marcó mi ser de lectora fue tal vez la constatación se ser capaz de vivir a partir de los libros otras vidas. De descubrir la esencia de la humanidad, lo recóndito y lo sencillo, lo profundo y lo perplejo. Pensamientos distintos y contrastantes. Complejos, absorbentes.
Mi relación con los libros ha sido tranquila, pausada, a veces. Otras intensa. Cada estado de mi vida ha traído lecturas y he tenido gente que me ha rodeado, que me ha recomendado autores, historias, ensayos. También por mi oficio de periodista cultural he tenido acceso a títulos de distinto corte.
La imagen de adolescente lectora se me aparece ahora que escribo esto. Y pienso en las palabras de Jaime Alberto Vélez, el escritor antioqueño fallecido prematuramente, cuando en su Defensa del lector hablaba del deseo y de cómo éste es motor, como éste ayuda, también, a formar al soñador de libros. Y cómo hay libros que significan un fin en sí mismo, no un medio para obtener un beneficio.
Creo que mi acercamiento primero a los libros fue ese. No buscaba obtener un beneficio, era más bien el disfrute, el goce. Jaime Alberto se refiere al cuento La felicidad clandestina, de Clarise Linspector, un relato sobre el libro, el que se desea, el que se deja abierto, el que anuncia la lectura pospuesta. El libro que está y que se magnifica. Al mismo tiempo, la lectura en los primeros años significa, como bien lo anota el escritor mencionado, una forma radical de autonomía individual, a lo que suma una característica: el lector es insumiso por naturaleza.
Borges destacó más su ser de lector que de escritor y Virginia Woolf aconsejaba al lector seguir sus instintos. Escritor y lector están unidos por lazos invisibles, se necesitan, ambos se conectan y, cuando se ejerce la lectura, sin duda, hay un diálogo. Igualmente, pienso que la intuición vale, los libros le hacen guiños a uno. Y no se entiende muy bien cómo, a veces sin conocer un autor éste lo llama a uno desde el anaquel de una librería o de una biblioteca, desde la congestión de una feria del libro. Sí, atiendo la intuición. Pero, también, escucho recomendaciones, tomo nota de libros sugeridos, los compro, los presto.
El lector independiente, no sumiso. Para seguir con Virginia Woolf, es aquel que no está atado a leyes ni a convenciones. Así como es libre de elegir, es libre de valorar lo leído. Leer novelas es un arte difícil y complejo, decía la autora. Y advertía que no solo debíamos tener una fina percepción, sino ser también capaces de gran audacia imaginativa, si queremos hacer pleno uso de lo que el autor -el gran novelista- nos da. Y aquí ella habla desde su ser de autora, pero también desde su ser de lectora.
Soy lectora voraz que tengo una profunda curiosidad. Una curiosidad que nació siendo adolescente y que se ha sabido mantener. Leo, además, de una manera no ortodoxa. Puedo tener uno, o tres y cuatro libros iniciados. Puedo tener libros de varios géneros empezados o varios títulos de un mismo autor. Me nutro de todo esto. El mundo a través de los libros se me ha abierto con un zoom de acercamiento profundo, también, con un gran angular que me permite observar desde la lejanía. El detalle si, como si un microscopio nos mostrara los secretos de una partícula; y también la inmensidad. El universo que se mira con un telescopio. Nos ubicamos en esa puerta de la que hablé al principio como invitados, en la que se nos permite recorrer, tocar, palpar. Y nos ubicamos en la torre y el balcón desde el cual percibimos, nos llenamos de sensaciones, nos detenemos en el sentido de los leves matices, de los significados. Y como Ulises desde la atalaya vemos el humo que está más allá.
La lectura, pues, me ha permitido encontrarme. He visto mi rostro reflejado allí; también he visto a los otros en sus gracias y miserias, en su fuerza y debilidad. En sus contradicciones. He sentido latir su corazón, he escuchado su respiración y he visto cómo nos desvanecemos y fragmentamos.
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