viernes, 11 de septiembre de 2009

César Alzate Vargas: EL ÚLTIMO MANATÍ /Mi vida en dos libros reveladores.



Por: César Alzate Vargas
César Alzate. Escritor y periodista. Ha publicado las novelas La ciudad de todos los adioses (Premio Nacional de Literatura de la Cámara de Comercio de Medellín, 2001) y Mártires del deseo (Beca de Creación del Ministerio de Cultura, 2001; Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín, 2005; publicada en 2007), la compilación de textos periodísticos y crítica cinematográfica Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades (Premio Cipa a la Excelencia Periodística, categoría Periodista Escritor, 2009) y el volumen de cuentos Medellinenses (Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín, 2008; ha sido publicado con ocasión de esta Fiesta del Libro).

Uno
Era inevitable: el sábado 7 de diciembre de 1985 iba a comenzar mi encuentro definitivo con el amor llevado al extremo de la literatura. No necesito revisar mi cuaderno de bitácora de la época, porque lo tengo grabado en la memoria. Andaba tonteando en cosas de adolescencia que ahora apenas vale la pena recordar y el libro acababa de salir, pero yo tenía amplias noticias suyas por los avances que publicaban los periódicos y por el espectáculo montado en torno al lanzamiento. Se trataba de la primera novela de García Márquez después del Nobel, se promocionaba como la gran historia romántica de nuestra época y se leían apartes en la radio. Uno de ellos me sedujo como el rostro infantil de Fermina Daza a Florentino Ariza: de una vez y para siempre y con una contundencia tal que veinticuatro años más tarde, en vísperas del desencanto definitivo, todavía me dan punzadas de emoción cuando revivo la lectura. Me refiero al pasaje en que él la sigue a ella por la ciudad amurallada después de que Fermina Daza ha regresado de la correría demencial a que su padre la arrastró por la Sierra para arrebatársela al enamorado, sin tener en cuenta que la distancia forzada —a finales del siglo XIX como a finales del XX y a comienzos del XXI— no provoca otro efecto que avivar la pasión de los amantes a quienes se pretende separar. En una prosa alegre y hermosa, la narración nos lleva detrás de la muchacha que hace las compras para la casa paterna, encimando en secreto y exultante uno o dos ejemplares de cada cosa para el hogar que planea constituir con el amado al que apenas conoce de vista; nos la muestra con su paso de venada metiéndose incluso por callejones que no son apropiados para una muchacha de su clase mientras los negros le ofrecen una rebanada de piña para la niña y una pruebita de esto y otra de aquello, dueña de sí misma y conquistadora de la vida, y su enamorado la sigue, a veces tan cerca que alcanza a percibir el olor de su cuello, y así nos adentramos con ella y con él por los laberintos del mercado de Cartagena de Indias, hasta que en el momento definitivo él le habla por detrás, le dice “este no es lugar para una diosa coronada” y su voz y su aliento la siembran en su sitio, y se vuelve a mirarlo y entonces, en un segundo, la vida le revela el enorme engaño a que había sido arrastrada por sus ímpetus de niña rebelde y por la gran capacidad de seducción del verbo de Florentino Ariza, y dándose cuenta en un instante de que todo ha sido una quimera lo expulsa con tres palabras del territorio de la felicidad, propiciando con ello una tragedia de amor que no hallará sosiego sino al cabo de medio siglo.
Me las había arreglado para tener listo el dinero y comprar el libro en cuanto saliera. No es necesario (ni siquiera vergonzoso, en esta época de negación de todo lo que se llama García Márquez) decir que la obra del gran escritor colombiano me fascinaba desde siempre. No cumplía los diez años cuando un ejemplar de Cien años de soledad olvidado por un tío en mi casa me lanzó de bruces al universo maravilloso de sus novelas. En esa ocasión la leí en clave fantástica: el muchacho que es seguido por una nube de mariposas amarillas, la muchacha que se eleva en cuerpo y alma a los cielos, envuelta en las sábanas finas de su cuñada; la matriarca que se achica mientras envejece, el patriarca que se adentra en la muerte como en una sucesión infinita de habitaciones. Por supuesto: era la clave que me permitía la edad. Después ha habido otras lecturas hasta contar cinco, y cada una ha significado el hallazgo de un nuevo nivel de lectura. La última vez, hace un año, la clave fue de tristeza. Los Buendía son una estirpe llena de dolor; todos mueren. Todos están tan solos. Todos mueren. También a mí me ocurrirá.
En El amor en los tiempos del cólera, entre tanto, las claves no se suceden a lo largo de los años y las edades, sino a lo largo del libro mismo. Puedo ser yo distinto una y otra vez, en mis diversas lecturas y en las edades que he tenido en cada una de ellas, pero una y otra vez el libro es él mismo y los varios que en él coexisten. Una y otra vez se suceden en sus páginas el amor desenfrenado, la tenaz espera y finalmente la gloria de la conquista en la edad en que para la mayoría de los seres humanos no existe más posibilidad que la espera de la muerte. He escuchado a muchos desencantados que no aceptan la victoria de la conquista final de Fermina Daza por parte de Florentino Ariza: no son jóvenes, no vale la pena ya descubrir el amor. Para mí, en cambio, pocos autores han sabido mostrar como García Márquez lo gloriosa que puede ser la condición humana en ese encuentro final de Florentino y Fermina a bordo de un buque que los lleva por el gran río de la patria al lugar más alejado de su vida habitual, aquel en que el único hallazgo posible es el de sí mismos. Florentino Ariza nos enseña que en ninguna parte podemos ser más nosotros que en la lejanía, y para premiarlo por su romanticismo tenaz, por su sabiduría para la espera y por su fidelidad sin condiciones, Dios crea un manatí que los enamorados pueden contemplar en las orillas del río y en una época en que todo en el río ha muerto, sobre todo esos animales que lloran como mujeres enfermas de amor.
Setenta y tantos años después del viaje de Florentino Ariza y Fermina Daza y veintiuno de la salida al mercado de El amor en los tiempos del cólera, en la Semana Santa del 2006, emprendí un viaje por el río en busca de aquel manatí. Un viejo piloto de barcos fluviales me había dicho en Puerto Berrío que increíblemente era posible hallar algunos especímenes de esta criatura —con seguridad, los descendientes del que Dios creara para Fermina Daza y Florentino Ariza— en algunas ciénagas y meandros del Magdalena. Viajé mucho. Tomé chalupas que me llevaron a Barrancabermeja, a Magangué y a poblaciones intermedias; tomé otras que me adentraron por la desembocadura del Cauca hasta lugares cuyos nombres ya no logro recordar, y me detuve en remansos alejados a escuchar, a mirar. Ni el llanto ni la tetamenta femenina de los manatíes aparecieron para mí. Derrotado en estos tiempos de amores sin gracia, Dios ya no pudo crear uno para que yo lo viera.

Dos
Nunca me han gustado los judíos, sobre todo porque la sospecha de que los antioqueños descendemos en parte de ellos los ubica en el origen de la característica que más desprecio me genera en nuestra cultura. Mi reticencia no es, desde luego, de tal vehemencia que me lleve a justificar los horrores que ese pueblo ha padecido. Por el contrario, los horrores que padecen los seres humanos en cualquier tiempo y lugar me generan un horror mayor. Los que hasta Dios ha ejercido contra los judíos —a pesar de haberlos elegido como Su pueblo—, pero sobre todo los que ellos ejercen ahora contra los palestinos. Durante muchos años me he resistido a aceptar que quien sufrió el oprobio del nazismo, para señalar el más reciente, tenga en la historia contemporánea la sangre lo bastante fría para hacer a otros las cosas espantosas que el estado de Israel hace contra los copropietarios de su tierra.
No voy a entrar en el análisis de un conflicto como el árabe-israelí, que en definitiva es lejano a mi capacidad de comprensión y, más aun, a mi afecto. Solo me referiré a él para contar que una vez más es la literatura la disciplina que me acerca al entendimiento de un conflicto humano.
Quería hablarles de la última maravilla descubierta por mi máquina de los afectos. Para ilustrar mi evolución como lector, doy el salto de mi adolescencia de los dieciocho años y la novela romántica de García Márquez a mi adolescencia de los 41 y la gran novela del que seguro será el próximo premio Nobel de los judíos. Se titula Una historia de amor y oscuridad. En esta novela con toques de autobiografía y de historia total de su propia familia y de su pueblo, el escritor Amos Oz se relata a sí mismo, a su familia desde los inicios de la misma en varios países de Europa y Oriente Próximo, y al país que, como su familia, se fue juntando en la tierra de Israel y Palestina desde todos esos lugares dispersos.
Pocas veces he llorado leyendo un libro. Si reduzco la cifra a cinco desde el momento en que empecé a leer hasta el presente, diré que dos de ellas han sido releyendo algunos apartes de mis propias novelas a poco de componerlos (los que escriben me entenderán: nunca es uno tan emotivo como cuando trabaja en ciertos pasajes de sus novelas); una ha sido al llegar al apartado en que en Cien años de soledad el coronel Aureliano Buendía cae por primera vez en una trampa de la nostalgia y ello basta para que al orinar en el castaño en que durante muchos años su padre estuvo atado recueste él la cabeza y se quede pensando en el pasado y como consecuencia le sobrevenga la muerte. El coronel Buendía murió de nostalgia. Mis otros dos llantos literarios corresponden uno a Un beso de Dick de Fernando Molano y el otro a El amor en los tiempos del cólera. Ambos son ya no causados por la muerte, sino por el amor. En la novela de Molano, el momento en que esos dos muchachitos se entregan a la pasión que sienten uno por el otro y son tan enormemente felices y tiernos. Y en la de García Márquez, el momento culminante de aquella espera de más de medio siglo en que a bordo del vapor Nueva Fidelidad, bautizado así en honor de ella, Fermina Daza busca por fin la mano de Florentino Ariza y le otorga la gloria suprema de dejarse conquistar de él: ¿quién desea ser joven, si es posible que exista la vejez para vivir ese instante?
Todos esos llantos ocurrieron hace muchos años. Entre tanto se me ha enfriado la sensibilidad y ya ni siquiera en cine se me saltan las lágrimas con frecuencia. Pues bien, Amos Oz lo ha logrado de nuevo: me pasé de llanto en llanto la lectura de las casi ochocientas páginas de su historia amorosa y oscura. En especial, hay dos momentos que me conmueven hasta el fondo mismo de lo que soy. El primero, cuando la narración llega a ese día inmenso de 1947 en que la asamblea de las Naciones Unidas vota la creación del Estado de Israel, y el padre, que jamás se permite excesos de afecto o emoción, acude a la cama del pequeño Amos y lo abraza en silencio, y el niño sabe que está naciendo su país y su pueblo ha dejado de errar después de dos mil años, y los lectores nos enteramos de lo que para una nación significa conquistar al fin su territorio, tener por fin un punto de llegada. De alguna manera en ese momento comprendemos la ferocidad de Israel en la defensa de dicho territorio a lo largo de las siete décadas que siguieron. De alguna manera lo comprende el mismo Amos Oz, que no se distingue entre los intelectuales de su país por ser precisamente un judío recalcitrante.
El segundo instante de conmoción me lo provoca la narración de la muerte de la madre, tan trascendental para el escritor/narrador que dicho pasaje es también el último de los muchos muy importantes que sobre sí mismo y su pueblo cuenta en la novela. No llora él. No llora el niño cuya madre ha muerto de suicidio, pero ese acontecimiento lo marcará de por vida con una cicatriz omnipresente en su alma.
Lo que yo sentí leyendo esta novela de Amos Oz, la única suya que en realidad ha llegado a entusiasmarme, es que esa cultura lejana, ese país en que se baten en duelo feroz dos pueblos que anhelan tener un lugar para sí, está llena de semejanzas con la mía. No en la característica que más desprecio me genera de mi propio pueblo, que es el doble pecado de la avaricia y el oportunismo, sino en la manera sencillamente humana como esa cultura ama, ríe, llora, mata, se defiende, trabaja y se distiende. Somos tan humanos y tenemos tantas ganas de vivir como todos esos judíos dispersos en su diáspora que durante la primera mitad del siglo XX llegaron desde tantas partes a ese pedazo de tierra más bien desértico —tierra prometida al fin— y tan distinto de lo que conocían por vida, para juntarse y dar forma al gran pilar de toda nación, que es el poseer un territorio.

Carlos Sierra: UN ESCRITOR ES EN GRAN MEDIDA SUS LECTURAS


Por: Carlos E. Sierra
Carlos Enrique Sierra nació en Itagüí, Antioquia, Colombia, en 1967. Periodista, crítico de arte, poeta y ensayista. Ganó el premio "León de Greiff" en 1997 de la Secretaría de Educación y Cultura de Medellín. Poemas, cuentos, ensayos y artículos suyos han aparecido en publicaciones diversas. En Internet se editó su libro Sombras nocturnas. Fue incluido en la antología El cuento del cuento, Ed. Etc., 1994. Con su libro de poemas Habitación desnuda inició la publicación de su Trilogía de la Soledad, de la cual La estación baldía y Bitácora conforman su segunda y tercera parte. Sierra es además editor del periódico cultural y literario bimestral El Transeúnte, que a sus primeras ediciones demuestra ser una opción alternativa de gran contenido y actualidad en el panorama exiguo que este tipo de publicaciones afronta ahora. En El Transeúnte, aparecen las novedades editoriales, la crítica, los textos y las noticias culturales que otros medios prefieren ignorar. La poesía de Sierra es, además, una propuesta de originalidad y frescura vital importante en el medio, con un lenguaje abierto a la renovación sin perder la raíz sensible que lo ata al mundo, a la vida de la ciudad y de sus gentes.


Un escritor es en gran medida sus lecturas. De hecho, no podemos comprender un escritor que no sea producto de su ejercicio como lector del mundo en su sentido más amplio. Porque desde siempre, (pero esta circunstancia ha tomado más importancia hoy) la lectura es el abrirse a un conjunto de lenguajes que van más allá de la escritura alfabética de cuyo sustrato surge una experiencia vital que es el combustible de la creación. Esto podemos ampliarlo más tarde.
Hay una expresión de Rafael Cadenas, el gran poeta venezolano, que me ha gustado siempre y que dice que para él lo importante de existir es investigar sobre la vida. La misión del creador, del humano-artista, es dedicar su vida a tratar de desentrañar ese misterio del cual él es evidencia. El resultado será su obra. Pero una fuente importante siempre serán las obras de los otros, de aquellos que han avanzado en ese sendero de la comprensión, porque no tiene sentido, me parece, ningún ejercicio vital que no conduzca de alguna forma a la sabiduría.
Es en el arte donde está el gran yacimiento de sabiduría, ¿y qué es está sabiduría sino el reflejo de la condición humana?, nuestra condición frente a nosotros mismos y frente al universo que nos contiene. Este continente tiene sus claves, como todo lenguaje requiere sus claves, nadie aprende a leer por sí solo, hay la necesidad de un transvase de ese conocimiento, una necesaria contaminación vital, a esta contaminación yo la llamo cultura.
Ya Octavio Paz nos informaba que el gusto requería de un necesario entrenamiento, el gusto, la capacidad de acceder a un lenguaje no se da por si, sino a través de una experiencia acumulada, de una suerte de educación sentimental, esto ha sido siempre muy discutido por quienes defienden cierto empirismo nunca del todo mantenido en regla en la apreciación estética, pero importante y necesario como principio diferenciador de la experiencia de cada individuo y que a la larga si no se acompaña de una buena experiencia de lecturas termina por convertirse en una forma de ceguera, como cuando del otro lado una apreciación o un gusto meramente basado en la erudición terminan por quitarle toda vitalidad a la apreciación del arte.
Verán que uso indistintamente la expresión arte y arte literario, y es por que pienso que el arte concebido como poética es uno sólo, existen los lenguajes y con ellos las técnicas propias de cada lenguaje. La escritura es uno más de ellos. Cada arte es como un lente por el cual se capta la realidad. Yo he escogido la escritura, porque se acomoda más a mi forma de ser, las palabras coinciden más con mi manera de percibir el mundo y por supuesto la lectura es un medio muy importante para ello.
José Manuel Arango nos contaba que él no escribía todos los días, pero que no podía pasar un día sin leer, esta consideración del escritor ante todo como un lector aparece a veces desapercibida cuando se habla de la obra de un autor, nos limitamos a hablar de influencias en el sentido de captar alguna fórmula mágica que nos desentrañe las claves de su quehacer y es probable que tengan razón, pero sólo en parte, porque las influencias de un autor muchas veces surgen del clima determinado de una ciudad, de algunos colores o personajes que habitan un cuadro, de una música determinada, de ciertas conversaciones con un amigo, entonces hablar de lecturas es también hablar de la biografía, de la reescritura de la vida de un autor.

II
El primero que me viene a la mente es Joyce, pero sobre todo lo que es exterior a su propia lectura, a la imagen joyceana que se maneja por la calle, el mito. Uno se da cuenta que muy pocas personas tal vez lo han hojeado impunemente, y han visto en él solo el mito, y ¿en que consite el mito?: en la dificultad. Que Joyce es un escritor difícil. Pues bien, lo es en el sentido en que todo escritor hoy en día es difícil por el solo hecho de escribir, pero además porque toda escritura comporta una dificultad, pero la mayoría de los libros de Joyce son tan diáfanos como lo puede ser cualquier buena narración del siglo XX, pongo por ejemplo un hermoso libro que se llama el Retrato del artista adolescente que otros traducen como del artista cachorro, (Además están obviamente las buenas o malas traducciones) que es una maravillosa historia autobiográfica sobre la infancia y sobre todas las dificultades y experiencias que se viven durante ella, esta obra, es por demás, semillas de las futuras obras de James Auguste.
Joyce es el ejemplo del escritor y del artista del siglo XX, ante todo es, desde muy joven, un brillante intelectual, que absorbe toda la cultura de su época, para luego, trastocarla. Ejerce la crítica en importantes medios de Irlanda y de Londres, y se dedica a forjar una obra propia donde están las grandes transformaciones que vivirá la cultura y por tanto el lenguaje posterior a él. Ulises es su monumento. Decir que Ulises es una obra difícil es sólo repetir un estereotipo. La mayoría de los pasajes de esta obra están escritos en un lenguaje que más bien es mimético de las técnicas literarias vigentes en su tiempo, y por ese camino va llegando a la experimentación. Es una obra por demás llena de poesía, llena de referencias que nos iluminan, muchas de ellas ocultas bajo su gran erudición, y un deseo de encriptar en claves que quizá nunca serán develadas, que se refieren a la historia de Irlanda, a la historia de europa, a la historia de la literatura y el arte, pero que en el relieve de la misma obra nos permiten percibir una gran historia que es la epopeya del hombre contemporáneo y quizá esta es la analogía que se establece con el Ulises homérico. Otra de las cosas que más me ha llamado la atención es una que dice que si Dublín desapareciera, sería posible reconstruirla sólo siguiendo el Ulises, eso es mentira. Es cierto que esta obra plantea un recorrido, y habla de lugares, pero ciertamente creo que son referencias, la mayoría nominales. No he escuchado hablar a lectores muy buenos sobre el tema de Shakespeare a quien dedica un lúcido ensayo. Es además una hermosa obra erótica, que es el monólogo con el que cierra el libro, y que para quienes les parece difícil e incluso aburridor Joyce invito a comenzar a leer desde ese punto, para que lean uno de los mejores pasajes de la literatura mundial.
La dificultad Joyceana le viene muy de un libro que se llama Finnegans Wake, que quiere decir más o menos El despertar de Finegan. O la vigilia (en el sentido de duermevela) de Finnegan. Y esta obra, apenas traducida parcialmente al español, y que de paso es imposible de traducir, porque muchas de esas palabras no existen en los diccionarios y son recreaciones de palabras, algo que aparece ya en Ulises de una manera más tímida y que aquí es la base de la obra. Es un monumento al lenguaje, allí se acuña el término “valija” para querer decir palabra que contienen otras o que evocan otras. En este sentido se convierte en un científico y en un renovador del lenguaje. El allí busca un lector dios capaz de seguirle por el infinito de los recovecos de su cerebro, por su infinito mar de referencias. Hay que saber inglés para acercarse a ese libro, y hay que saber de muchas otras cosas como la historia de europa. Ese si es un libro difícil. Es me parece una obra para ser cantada, en honor a su aprecio por la música. El resto de Joyce es como el título de un libro de poemas: es una manzana. Poems Pomes.

III
Hemingway. Es un amor de juventud. Lo leí con la admiración que se tiene a un gran escritor, un gran trabajador del lenguaje, de la exactitud, le importaba la acción y poco la poesía. Veías en sus historias diálogos y acciones, él consecuentemente era un gran hombre de acción, era amante de la pesca y la caza mayores. Reflejó el mundo de los americanos en áfrica y europa. En Por quién doblan las campanas dejo un reflejo importante de la guerra civil en España. Era un periodista que escribía. Creo que leí la mayoría de sus obras, sin saberlo desde un punto de vista meramente instrumental, porque quería aprender a escribir. Creo que García Marquez lo siguió de cerca hasta algún punto. De él me quedan sus cuentos, el que más El viejo y el mar, que es una obra maestra de todo lo que he dicho antes, y es una gran historia y tal vez otros como La vida corta y feliz de Francis Mc Conver y Las nieves del Kilimanjaro.
Hemingway con Faulkner, fueron la puerta de entrada al mundo de la escritura sureña, he encontrado otros autores como Carlson McCulers, que es una mujer, con sus Reflejos en un ojo dorado, o John Kennedy Toole que merece todo un capítulo con su libro La conjura de los necios, un libro que disfruté de cabo a rabo, y que es considerada como una de las mejores obras en lengua inglesa del siglo XX, paradójicamente desdeñada durante mucho tiempo por los editores que no vieron en ella el potencial que contenía, razón que lo llevó muy joven al suicidio, póstumamente publicado y premiado con el Pulitzer, su personaje Ignatius Reily se ha ganado un lugar en la historia de la literatura.

IV
Hay en América latina un boom olvidado. Se dice que los escritores del boom inventaron a este lado del mundo para la literatura. Eso como siempre se lo creen quienes no se arriesgan a leer otras cosas que las que les sirven en la mesa los medios de comunicación y la industria editorial. El boom fue importante, claro, desde un punto de vista geopolítico, al desplazar la mirada de muchos lectores hacia este continente, desplazando por un rato el monopolio europeo, pero también sirvió para echar más polvo sobre un montón de autores.
Invito a leer a José Antonio Ramos Sucre, un poeta venezolano, que nació a fines del siglo XIX y que creó una de las obras poéticas más luminosas y de corte contemporáneo que conozcamos, cuando los demás poetas del continente tejían sonetos, él escribía poemas en prosa, su obra guarda la frescura poética que muchas obras más famosas que la suya ya han perdido.

Junto a él está José Martí muchos los conocen por su actividad para liberar a Cuba del dominio español, por lo cual pasó gran parte de su vida en la cárcel, pero acercarse a la lectura de Martí, es encontrarse con un gran escritor y ensayista, que leyó con lucidez la sociedad de su época y contribuyó al desarrollo intelectual de sociedades como la de México y Guatemala. En una época en que la literatura infantil era considerada como un género menor, él realizó una revista sobre el tema, que cultivó también.

No tengo por qué señalarles a alguien que todos conocemos y que deberíamos releer completamente, y es a Porfirio Barba Jacob, nuestro poeta más universal, a quien los propios mexicanos confunden con un autor propio, y cuya obra fue considerada en su justo peso a través de la antología de Jorge Cuesta que señalaría el camino de los más importantes poetas mexicanos del siglo XX, muchos de los cuales pertenecieron a la generación de contemporáneos. Entre los textos de barba Jacob, se encuentra un texto lúcido y un poco desconocido que es una historia de la literatura colombiana.

Junto a Barba Jacob, apareció en esa misma antología de Jorge Cuesta un autor que me marcó mucho, se llama Xavier Villaurrutia, como Barba, fue homosexual y su obra poética se recoge en una treintena de poemas, su talento lo dedicó mucho más a la dramaturgia y a la crítica de cine, pero su verdadero valor radica en esos pocos textos, que conllevan una de las voces más grandes de Mexico y América latina. Cultivó un modernismo inteligente, con acento filosófico y crítico. Fue mentor del Octavio Paz de los años juveniles, y él es quien en un libro que se llama Xavier se escribe con X recoge instantes valiosos de la existencia de Villaurrutia Un libro, también publicado por FCE, Nostalgia de la Muerte recoge su obra poética y teatral.

Otro grande es sin duda el argentino Oliverio Girondo. Su poesía cotidiana y surrealista impactó al Buenos Aires de los años 20, Poemas para ser leídos en el tranvía y espantapájaros se agotaban en las estaciones del Metro.

He pasado muy brevemente sin ahondar como quisiera en algunos conceptos y autores que me agradan y que he leído y releído con pasión, no quiero dejar de nombrar a Roberto Artl, también argentino, al uruguayo Roberto Juarroz y su poesía Vertical, que es filosofía escrita en versos, a otros norteamericanos como el periodista John Reed, y a John Cheever. Entre los colombianos a José Manuel Arango, y a rescatar de las polillas a un gran cronista nuestro que se llama Eladio Gónima con sus Apuntes para la historia del teatro de Medellín y vejeces.

Maria Teresa Ramírez: UN SAPO EN LA BIBLIOTECA



Por: Maria Teresa Ramírez

Siempre he pensado que los escritores somos unos grandes ladrones. Robamos historias de aquí y de allá: una noticia en el periódico, la tragedia del vecino, una conversación en el autobús… Pero ya robado el tema, cuando empezamos a escribir sucede algo caótico: esas palabras a las que recurrimos para contar la historia, se tornan esquivas, se sueltan de sus amarras y se escabullen de nuestra mente. La idea que queríamos plasmar en el papel se resiste a ser dominada y esa mezcla de agonía y éxtasis que implica el acto de escribir, puede ser muy bien la manera de pagar por nuestros pecados. No sé en qué momento preciso el bicho de la escritura me picó, pero presumo que estaba allí, al acecho, desde cuando empecé a leer a muy temprana edad.
Hasta ese momento mis aventuras más osadas consistían en subirme a un laurel enorme plantado al frente de mi casa en el barrio Laureles, desde donde hacía poemas a un amor platónico o ir los domingos al matinal del teatro América. Antes de iniciarse la película, intercambiábamos los comics, revistas de muñequitos que por ese entonces constituían nuestras lecturas. El llanero solitario, Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Supermán, y Archi el pelirrojo, eran algunos de mis preferidos. Cuando las luces del teatro se apagaban para dar comienzo a la proyección, yo quedaba atrapada en la trama de la película, que casi siempre era vieja y remendada, y en cuyos intermedios forzados se armaba una gran algarabía. Otras veces, los cortes eran impuestos por la censura de la época que nos dejaba con las ganas de ver el beso apasionado del final. Nuestros amigos varones preferían los filmes de vaqueros con John Wyne, pero las niñas adorábamos las películas de amor como las de la serie de Sisi Emperatriz, protagonizada por Romy Schneider, que representaba la vida de una joven inteligente y rebelde que se casaba con un príncipe, para quedar atrapada después en un círculo de intrigas e infidelidades. Yo estudiaba en un colegio de monjas estrictas y por este motivo aquellos primeros acercamientos al sexo desde el séptimo arte, tocaban los límites del pecado con aquel valor agregado que tiene lo prohibido.
Tenía doce años, cuando mis padres nos llevaron de vacaciones a mis hermanos y a mí, a la hacienda Granada, una finca ganadera, propiedad de la familia en el Bajo Cauca antioqueño, donde mi tío, Sir William, era el administrador. Nadie, en ese entonces, habría apostado un céntimo por mi vocación de escritora, pero estoy convencida de que el inicio de mi pasión por la literatura tuvo su origen en aquel paseo inolvidable. Todos los días, desde muy temprano, salíamos a cabalgar por los potreros; sentados en una talanquera, pasábamos el día viendo a los vaqueros marcar el ganado, y al caer la tarde, cuando el sol hacía guiños anaranjados sobre el horizonte, emprendíamos el regreso a la hacienda. Una sensación de libertad anidaba en mi alma, mezclada con una profunda admiración por mi tío. Sir William era un ser especial que alimentaba su espíritu con los libros y su cuerpo mortal con aguardiente. Su nombre, que nada tenía que ver con los títulos de nobleza, se lo había ganado a pulso con el agradecimiento de los lugareños que tenían en él un remedio para cada problema y una palabra amable para cada adversidad. Al llegar a la hacienda comíamos de la misma comida preparada para los peones, mientras una planta eléctrica rugía iluminando la casa y compitiendo en ruidos con las chicharras y con los cocuyos que rayaban la oscuridad. A las nueve, la planta dejaba de rugir, las luces se apagaban, y sólo quedaban encendidas las llamas de los cigarros de Sir William y de mis padres bailando al ritmo de la conversación.
Mi alma de niña se resistía a las órdenes del reloj, y cuando los cuerpos de los mayores reclamaban el descanso, yo pedía permiso para quedarme un rato leyendo. Entonces, acompañada por una lámpara cóleman, me ponía en cuatro patas para entrar a la biblioteca de Sir William: un mueble negro y vetusto situado junto al comedor, donde convivían sus libros con uno que otro sapo que se colaba por detrás del andamiaje de madera. Allí dormía entre otros una colección incompleta de La Codorniz, una revista fundada por Miguel Mihura en España, durante la dictadura de Francisco Franco, donde con un humor ácido, algunos caricaturistas osados hacían la oposición. Nada sabía yo de la dictadura franquista, pero en aquella revista se insinuaba la inconformidad contra el régimen de una manera que permitía eludir la censura, creando al mismo tiempo una sutil complicidad con el lector. Allí, en ese mismo recinto sentí deformarse mi cuerpo junto al de Gregorio Samsa en La Metamorfosis de Kafka y comencé a degustar la poesía de la mano de Miguel Angel Osorio, más conocido como Barba Jacob. Más de una vez, cuando estaba puesta de rodillas para sacar el libro que iba a devorar esa noche, uno de aquellos sapos de ojos enormes saltó sobre mi cara. Sin embargo, las emociones que me despertaban aquellas lecturas sólo eran comparables con los asombros de mi espíritu ante la elocuencia de la palabra escrita. Ya no era necesario viajar ni salir de la casa, para realizar las más formidables excursiones por el mundo.
Si a los mortales nos fuera dado devolver el tiempo, yo devolvería las páginas hacia una tarde en el Bajo Cauca, en compañía de Arturo Echeverri Mejía, amigo de aventuras y desventuras de mi tío, quien se había refugiado con su familia en una finca cercana para concentrarse en la escritura. La lectura de Antares, me conmovió. En él cuenta la historia de cuatro marinos que desafían los obstáculos de la naturaleza y de la sociedad, para demostrarse a sí mismos lo que un hombre puede hacer movido por su convicción y sus principios. Con Marea de Ratas, novela que narra la historia de un pueblo cercado por unos militares que abusan de su autoridad, empecé a descubrir la magnitud de la violencia que ha detenido nuestro país. Tiempo atrás, Arturo Echeverri había regalado a Sir William algunos de los manuscritos de estos libros, los mismos que habían discutido y corregido juntos, escuchando el rumor del río Cauca y en medio de una juerga con aguardiente.
Aquellas lecturas cambiaron el rumo de mi vida. Sabía muy bien que detrás de la pasta sencilla de un libro se abrían horizontes infinitos por descubrir, y mi avidez por la literatura creció. Ya no eran suficientes los comics, ni las novelas románticas de Corín Tellado que había leído alguna vez en la revista Vanidades. Mi espíritu insaciable pedía más y más. Pero a pesar de que mi compulsión por leer no daba tregua, había un libro al que le había declarado la guerra: el Álgebra de Baldor, un libro grande y pesado con un hombre de turbante en la pasta y relleno por dentro con fórmulas y teoremas que detestaba. A tal punto, que siempre durante la clase de álgebra, me dedicaba a hacer versos y a escribir pequeños cuentos que guardaba con celo. Sobra decir, que durante toda la secundaria tuve que habilitar esa materia.
Un día, en la biblioteca de mi casa, encontré el Relato de un náufrago, un pequeño libro que cuenta la historia verídica de Luis Alejandro Velasco, quien quedó varado en el mar durante diez días hasta ser salvado por los habitantes de una aldea cercana al mar. Nunca había leído a Gabriel García Márquez, pero este libro fue el mejor abrebocas para los que descubriría después: Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera y El General en su laberinto, me revelaron la dimensión de este escritor, premio Nobel de literatura en 1972. La novela me seducía. A esas alturas, ya el destino me marcaba un camino como escritora y empecé a explorar a los escritores norteamericanos para quedar atrapada por Las uvas de la ira de John Steinbeck, esa novela magistral que narra el periplo de una familia obligada a abandonar sus tierras por el polvo y la sequía. Continué con Ernest Hemingway y su novela El viejo y el mar, la historia de un viejo pescador cubano que lucha contra un destino adverso y sale de pesca decidido a terminar con su mala suerte. Por la sencillez de su prosa, corta, exacta, precisa, Hemingway se convirtió en un ejemplo a seguir en mis primeros pasos como escritora. Cuando repaso la lista de los clásicos que he leído, sin lugar a dudas el trofeo se lo lleva la novela Crimen y Castigo de Fiodor Dsotoiewsky, una obra maestra en la concepción del argumento y en la forma de explorar el alma de sus personajes. Me admira su manera de manipular al lector, hasta el punto de convencerlo, de que la vieja Alena Ivanovna tenía que morir asesinada a manos de Raskolnikov. No puedo terminar esta lista masculina sin mencionar a Mario Vargas Llosa, un escritor serio y versátil que maneja con maestría todos los géneros, desde el ensayo sociopolítico, pasando por los cuentos y las novelas como Pantaleón y las visitadoras y El elogio de la madrastra. Y ya que hablamos de ensayo, debo mencionar a William Ospina, uno de los grandes de Colombia, poeta y ensayista a quien leo con admiración. En sus libros La herida en la piel de la Diosa y Los nuevos centros de la esfera, hay todo un tratado de pensamientos lúcidos sobre el antes y el después del hombre en el mundo. No obstante, en honor a la justicia, debo decir que hoy por hoy, siento más cercanía con las mujeres escritoras. Nosotras, tenemos la sensibilidad a flor de piel y por eso no se nos escapa ningún detalle. Cuando leí Cumbres borrascosas de la inglesa Emily Brontë, única novela de esta escritora, la cual sobrepasó la obra de sus hermanas Charlotte y Ann, quedé atrapada por el argumento: el amor tortuoso de Catherine Earnshaw y su amigo Heathcliff, una pasión juvenil que nunca pudo ser, debido a la discriminación social y el odio entre familias. A través de mi madre, que era una gran lectora, descubrí también a Pearl S. Buck, una escritora norteamericana que vivió en China durante su niñez y cuyos libros mágicos como Viento del este, viento del Oeste y La buena tierra, están inspirados en ese exótico país. Ella, que escribió más de 85 libros, ganó el premio Nobel en 1938. Entre las escritoras de actualidad, quiero hacer mención de Isabel Allende, con La casa de los espíritus, una novela desgarradora en la que Clara, su protagonista, tiene poderes para ver el futuro y hablar con los espíritus, y en la que una infidelidad es castigada con un silencio hasta la muerte. Otra de las mujeres que me impacta, es Laura Restrepo, con La Novia Oscura, en ella narra la vida de Sayonara, una niña aprendiz de prostituta en el barrio La Catunga, a quien la vieja Sacramento inicia en los juegos del amor. No quiero terminar este breve recorrido sin hablar de una Señora Escritora: Se trata de Rocío Velez de Piedrahíta, una escritora polifacética, con un carácter que envidiarían muchas de la actualidad. Ella fue finalista del premio Nadal de España en 1978 con su novela Terrateniente. En algunos de sus libros como El hombre la mujer y la vaca y La cisterna, hace una denuncia sobre los atropellos e injusticias a los que han sido sometidas las mujeres. Esta escritora, que está lista cuando se trata de servir a Colombia, estuvo vinculada al proceso de Paz, y su libro El diálogo y la paz, mi perspectiva, da cuenta de su peregrinaje.
No he dejado de leer. Siempre, sobre mi mesa de noche hay cuatro o cinco libros que me esperan. A veces, me sumerjo como hipnotizada en el argumento intrincado de una novela, otras veces en la precisión del cuento, y otras, en el goteo cristalino de la poesía. Hasta que sin darme cuenta yo misma voy esbozando mis propias historias y dejando en el camino jirones de piel. Porque esta vida de escritora que he escogido es al mismo tiempo angustia y pasión, éxtasis y locura, verdad y fantasía que me alimentan y me permiten tomar el pulso de mi sangre para sentir que estoy viva y soñar que puedo cambiar algo de esta realidad.

Robinson Posada: Entre esquina y esquina hay un jala jala


Por: Robinson Posada
El escritor es a su vivencia

En Medellín hay una comuna
En la comuna hay un barrio
En el barrio meto una cuadra
En la cuadra hay una esquina
En la esquina hay una casa
En la casa hay una sala
En la sala hay una mesa
Y sobre la mesa hay una foto, una veladora y un epígrafe que dice:
Juan Carlos, 8 años desaparecido, tu familia te espera…
Todo esto en la mesa
La mesa en la sala
La sala en la casa
La casa en la esquina
La esquina en la cuadra
La cuadra en el barrio
El barrio en la comuna
Y esta comuna en Medellín.

El escribir, el contar y el escenificar la vida del barrio a través de una poética única como lo es lo urbano nos lleva a cabalgar a otras esferas del recuerdo de la historia y la memoria.
Piedra a piedra como historias escritas y narradas se levanta el barrio.
De sus casa a medio hacer, de sus calles empinadas, la iglesia, la escuela, el centro de salud, tiene una historia, escrita con sudor, con sangre, con esfuerzo, cuya voz ha sido silenciada, dando paso a otras historias que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Existe una comuna, una Medellín que aparece en el mapa cuando los días de barbarie la señalan y pronostican un alto raiting en sus emisiones.
En la esquina una exhalación de maría se funde y en él aire se confunde ese aroma que tiñe de alegría el panorama, los parceros en las esquinas con sus juguetes tejen las mañas que ejecutaran después, y la prensa entre artículos de tinta criminal públicamente darán a conocer.

Hay otra comuna que sus habitantes construyen desde la cotidianidad de sus silencios: la playa hermosa donde se han ido apilando retos de viejos naufragios: la violencia, la pobreza, la inseguridad, el narcotráfico, la represión… este es el caldo de cultivo donde crece la rosa y crece el reptil como diría el poeta, una playa que la gente ha querido y decidido limpiar, así mismo como la construyeron: un ladrillo acá, un grito desde terraza a terraza, una señal o morisqueta, una panela compartida, una salsa bailada desde la esquina, el chisme, una teja aquí, una libra de arroz fiada, o un fierro todavía humeante y una sospecha como novela de Kafka y unas ganas inmensas de vivir.

Veo pasar por mi barrio personajes como libros sin leer o sin querer leerse, canciones ya cantadas y unas sin entonar viviendo en el anonimato y en el auto rechazo, ahogados de palabras que le saltan de los bolsillos delatando su fechoría nocturna, poetas tristes, que se las dan de quijotes buscando el amor de una dulcinea que solo aparece cuando el olor de la hierba cala en las entrañas. Personajes amorfos que profanan la lengua y el habla como lo hizo Jarry el patafisico en su época.
Cuando abro la ventana me encuentro con un sin número de historias en vida ya leídas en otrora.
De ver a un Hamlet de barrio preguntándose todos los días por ese ser o no ser; ser o no ser traqueto ser o no ser malo… Romeos de esquina que desde su corcel 175, enamoran a Julietas de tacones defendiendo su amor y su territorio con espadas marca indumil.
A cada rato veo pasar a William chespier de la mano de Otelo hablando del amor y desamor, de encontrarnos en la tienda a una caperucita roja que le llevara a su abuelita de esta unidos unos pasteles con chispitas de sabor para poder así sostener a su familia, o un rin rin renacuajo que sale todas las mañanas muy tieso y muy majo hacer una vueltita, hacer de un cascajo.
Las vecinas en la mañana que barren las palabras dejadas por la indiferencia, en la noche comentan desde sus figuras trópicas el inconformismo con la ciudad, acercándose de gesto compulsivo de las hermanas Papini del escritor Jean Genet; se escucha el grito en la acera como escena hitchcook, la comuna no se horroriza y salta desde el impulso del dolor, una mujer que dándoselas de Lisistrata convence a las otras que la herramienta está en su sexo para encontrar la paz.
Otros que quieren correrle al destino como Edipo y se encuentran la realidad de frente.
En la cantina del barrio llamada (el chochal del mono) nos habla Borges en la voz quebrada de don Jesús, empuñando una cerveza sabor a lunfardo, Porfirio esboza una sonrisa mirando a Fernando soto Aparicio con escoba en mano separar a las ratas de su rebelión, mientras Raúl Gómez Jatin busca una moneda para la rockola.
Julio Cortázar sigue jugando rayuela en la acera metido en sus cuentos, mientras allá la espera ella salvo el crepúsculo.
Y todos sabían que lo iban a matar, contaba el chino alistador de buses, que si la cucha de ese man no le hubiera dejado la puerta abierta se hubiera salvado.
Desde el balcón doña marta peina a Valeria, una niña de 8 que poco o nada pronunciaba palabra hasta ese día que entendió la canción que su padre le cantaba antes de dormir, cada vez que llegaba borracho la desnudaba y le decía: duérmete niña duérmete ya que viene el coco y te comerá.
Desde la esquina, Joani Papini nos enseña la escuela del crimen; los cruces, y las vueltas llega gean genet azarando la plaza con su diario de un ladron; y se arma el aguze y esta disputa se resuelve en la cancha con un cotejo, un picaito de futbol.
El Niche es el árbitro y Carlos Marx y Hegel son los jueces de línea, empieza el partidoy severendo riendaso da Fernando pesooa al balón de letras quien la resive es sabato porque anda cumpliendo lo que de niño se prometió. Marina colasanti esta en las porras con Alejandra pissarnic que avivan este cotejo comunero; Saramago grita gol se persigna y hace Severda chilena,como ochenta vueltas al mundo en un solo grito, mientras Koltes le hace la seña que al final del partido arreglan, paulo coelho tiene el agua lista para el descanso; en un momento sorpresivo vemos como Gabriel de un balonazo es elevado por los aires mientras le salen plumas por la boca, que realismo mágico señores grita el narrador homero desde su iliada.
Y el partido se acaba porque la mama de esquilo lo entra y se lleva el balón, a la final del a celebrar en las escalas de Fernando gonzalez con los cuentos de Samaniego, Esopo y Fontaine, pero al rato sale el cucho que le estábamos haciendo mucha bulla y que nos fuéramos para otra parte.
Y ahí seguimos en el barrio, leyendo y releyendo la literatura que se vive en carne propia sin grandes pretensiones literarias, pero que trasportamos desde los rincones más íntimos del barrio a esos otros lugares todavía no habitados con la cortedad de un solo o varios sentidos en la dimensionalidad propositiva de la totalidad del organismo, manifiesta en una conmoción –emoción que son las voces del barrio.
Porque somos del barrio, los parceros poetas, cuenteros y escritores los protagonistas, a lo más correcto somos meros artista y aunque no figuremos en las famosas revistas nuestro talento urbano salta a la vista sisas.

Rafael Patiño; LA AVENTURA DE LEER



Por: Rafael Patiño
Rafael Patiño Góez (Medellín, 1947). Poeta, pintor, traductor, bioenergético. Autodidacta, ha trabajado como profesor universitario en áreas tales como francés, inglés, arte cibernético. Colaborador de destacadas revistas y periódicos nacionales e internacionales. Ha traducido poesía de muchos rincones del mundo. Conferencista en el área de medicinas alternativas. Actualmente realiza traducciones, desde el inglés y el francés, del trabajo de algunos poetas invitados al XVI Festival Internacional de Poesía de Medellín así como algunos textos de dramaturgia para el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Ha publicado “El Tras-ego del Trasgo, o de las nueces astutas del desastre” (Universidad Pedagógica, Bogotá, 1980), “Clavecín Erótico” (Autoedición, Medellín, 1983), “Libro del Colmo de Luna” (Autoedición, Manizales, 1986), “Canto del Extravío” (Autoedición, Medellín, 1990), “Le Néant Perplexe” (Bilingüe francés-español, Medellín-Québec, 1999”, “Máscaras de Poesía Negra” (Selección y traducción de poetas negros de África y las Antillas, Universidad de Valencia, Venezuela, 2006) y “Opera quinta” (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006).

“Ay, la carne es triste
Y yo he leído todos los libros”
Stephan Mallarmé

Tal como me ocurrió y ocurre aun a muchos hijos de familia, mi madre fue la encargada de enseñarme los secretos musicales de las letras del alfabeto, los singulares maridajes de ellas y sus silabeos, así como la piedra de toque oculta debajo de las palabras y que vino a develarme poco a poco todos los “ábrete sésamo” de los mundos evidentes y los mundos ocultos.
Desde muy temprano en mi vida me sentí fascinado por la escritura y sus caracteres y no era extraño que me quedara alelado a menudo con los titilantes avisos luminosos, las enseñas y leyendas escritas y por todo aquello que encerrara el misterio de las palabras, de las frases y sus territorios cifrados. Obsesionado por tal fascinación hacía que mi madre me leyera toda suerte de cosas, desde periódicos hasta revistas de comics, nombres, artículos de prensa y cuentos, recetas y todo cuanto cayera a mis manos o estuviera al alcance de mis ojos.
Uno de los más vívidos recuerdos de mi infancia es el de la aventura que viví cuando pude abrir los baúles de mi abuelo, cuyas tapas interiores estaban tapizadas de hermosos anuncios de prensa y de revistas en varios idiomas, y que se hallaban repletos de libros adustos, forrados en tela y cuyos títulos me generaban toda clase de sugestivos pensamientos y acicateaban mi imaginación. Allí bebí por primera vez el néctar de la poesía en los libros de Porfirio Barba Jacob, de José Asunción Silva, de León de Greiff y de los llamados poetas del Parnaso Colombiano como Ismael Enrique Arciniegas y muchos otros más que no voy a enumerar, pero también pude asombrarme con novelas que por su fuerza habían estado destinadas a la censura pero que en casa era corriente ver junto a la almohada de los integrantes de mi familia, todos lectores ávidos. Fue mi fortuna de lector que a mis manos y ojos vinieran, Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, Los Miserables de Víctor Hugo, Los Hermanos Karamasov y Crimen y Castigo de Fedor Dostoyevski, y muchos novelistas más que acrecieron el caudal de mis ensueños creativos. También fue allí en aquellos cofres donde encontré los métodos de aprendizaje de los idiomas que abordé con verdadera hambre desde antes de la pubertad. Recuerdo que Margarita, una de mis tías, en su lecho de muerte me pedía que le devolviera un libro de Pierre Loti que me había prestado y que por alguna razón que no recuerdo había extraviado.
Cuando hube ojeado los muchos de ellos y leído los más que me interesaron entré en una etapa de verdadera fiebre por la lectura, al punto que el único permiso que pedía a mi madre era el de ir a la biblioteca de Itagüí, que desde nuestra casa se encontraba a escasas cuatro cuadras. Atravesar esas calles y esquinas era una incursión atrevida para mi corta edad. Entrar en la biblioteca era como entrar en un templo pues el silencio obligado, las paredes altas, los cuadros enormes con imágenes caballerescas de Don Quijote de la Mancha, toda la edificación semejante a una iglesia, el piso brillante, las sillas altas y de color oscuro y la especie de ritual que era indispensable hacer para obtener un libro –aparte de que la directora era una especie de monja que instaba a todos a permanecer con boca cerrada y sin cuchichear siquiera y que su sitio fuera como una especie de púlpito desde donde dominaba el sitio entero- contribuían a que uno mantuviera todo el tiempo una como religiosa actitud y una especie de reverencia por el lugar mismo y por todos aquellos enormes tomos que reposaban arriba de los estantes más inaccesibles, cuyos títulos siempre ignoramos y que jamás habrían de reposar en nuestras mesas de lectura.
Otra de las costumbres rituales que acompañaron mi infancia una vez que aprendí a leer fue la de leerle a mi abuela Dominguita un libro de Relatos de los tiempos de Cristo que era su solaz que fue además el comienzo de una información judeo-cristiana que con el librito de Historia Sagrada que formaba parte de las asignaturas de otrora, dejó en mi mente una referencia bíblica imborrable, aunque posteriormente llegara a entender todos esos asuntos como las herramientas de manipulación que Carlitos Marx llamara el opio del pueblo.
Con el paso del tiempo, mi vida de hombre se vio absorbida por mi vida de poeta, todo cuanto hacía era leer y toda otra actividad parecía chocarme al punto que se empezó a crear en el seno de mi familia y a costa mía, cierta fama de haragán que fungía de artista. No obstante, como quiera que los libros hubieran dejado un mundo poblado de aventuras en mi ser interno, cuando las circunstancias lo propiciaron me fui a la selva y comencé a leer y estudiar el alfabeto de los árboles y a realizar otra lectura del mundo, lectura que me preparó para una iniciación futura que por entonces jamás imaginé.
Por momentos me volvía un Lobo Estepario o un Demián o sentía la Náusea del señor Roquentin. Pero tan pronto era éste o aquel, el humo de mi combustión tomaba el tinte ocre del Extranjero y mis pasos extraviados por un mundo donde permanecía leyendo con los ojos de los muertos solamente sabían tomar el sendero del Jardín Perfumado donde feroces ninfas me enseñaron el alfabeto oculto del cuerpo de modo tal que, vivencia y poema se aunaron en un todo único e indivisible y pronto supe leer rincones cálidos, las bocas dulces y mohínas, los muslos lunares, y los gritos extasiados y delirantes que el vino avivaba con su carmesí tropical.
En tales entreactos vitales y faunescos entró en mí una fiebre tal que no pegaba el ojo durante largas jornadas por el afán de conocer el final de tal o cual novela o cuento y si no se me secó el cerebro fue porque no leía a Amadís de Gaula sino al Principito de Saint Exupery y a Tarzán de los monos en vez de Tirant lo Blanc. Recuerdo bien que estuve dos días leyendo Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y que la Metamorfosis de Kafka produjo una impresión tan fuerte que al día siguiente de leerlo tenía la extraña convicción de ser el señor K y de esperar que mis miembros se tornasen en los de un escarabajo… Empero, mi fiebre me condujo a leer a los poetas malditos en cuyas páginas sombrías embebí mi espíritu calenturiento hasta el punto de caer en un mundo de sueños poéticos tras cuyas puertas solía convertirme en un fantasma, en un vampiro, en un amante preso entre las rejas de unas frases llenas de doloroso frenesí, de gemas vivientes que palpitaban a cada renglón, y mis pasos me llevaban sin moverme de una silla o un lecho hasta confines compartidos por otros lectores enfermos que de noche dejaban oír extrañas e ininteligibles maldiciones, sus sordos gritos.
Recuerdo, a propósito de lecturas, que mi tía Berta, quien sembraba espuma de mar en la terraza leía el naipe español y mi madre, la apasionada Eloísa, leía la ceniza del cigarrillo. Ambas tenían gran éxito y la clientela que acudía donde ellas lo hacía con discreción pues los ecos inquisitoriales no han dejado de escucharse de vez en cuando desde las nefastas épocas en que clero y fuego andaban de la mano. Era singular ver cómo a veces salían demudadas las consultantes pues según sus propios testimonios las dos pitonisas eran tremendamente acertadas. Todas las formas de lectura, todas las lecturas del mundo levantaron su edificio en mi ser. En cierto momento comprendí que vida y lectura eran lo mismo y asumí que lo ideal sería vivir poéticamente; entonces en medio de una secuencia ininterrumpida de actos demenciales pero paradójicamente lúcidos, embriagué mis sentidos hasta el exceso y escribí día y noche en los entreactos que las mesas repletas de alcohol tenían para mi alterada conciencia.
Vino una noche una voz interior a conmoverme y desde lo alto de una torre de ciudad supe que estaba siendo convocado a vivir de otra forma, a realizar otras lecturas del mundo y que la experiencia de la selva había sido un preludio -con un prolongado silencio- a un nuevo aprendizaje, el de un hermoso alfabeto de plantas, de un metafórico lenguaje corporal, de un largo y rico lenguaje de iniciación, de una cadena de actos que por cierto se mostraron llenos de magia y que iban a llenar de maravillosas experiencias mis días venideros.
Ahora, de noche y regalado por el silencio del campo espero leer las estrellas, el infinito, las cumbres que se esconden detrás de tu amorosa mirada.

Javier Naranjo: PARA INTENTAR LIMPIAR LA MIRADA


Por: Javier Naranjo
Javier Naranjo nació en Medellín en 1956. Poeta, director de talleres de poesía y Ex-director de la Casa de la Cultura del Carmen de Viboral. Ha publicado los libros de poemas: Orvalho y Silabario. El libro "Casa de las estrellas" (proyecto ganador de una beca de creación del Ministerio de Cultura de Colombia"), está compuesto por definiciones poéticas de conceptos e imágenes elaboradas por niños. En este libro, "Casa de las estrellas", ha recopilado su trabajo de varios años como coordinador de talleres de estimulación poética, dirigidos a niños, en su mayoría del oriente antioqueño. Actualmente trabaja con el proyecto "Mil Maneras de Leer", de la Secretaría de Educación Departamental y Cerlalc (UNESCO). Participó en el Festival Internacional de Poesía en Curtea de Arges (Rumania), 2001.

“COMIENDO POESÍA
La tinta se resbala de las comisuras de mi boca.
No hay felicidad como la mía.
He estado comiendo poesía.

La bibliotecaria no cree en lo que ve.
Sus ojos están tristes
y camina con las manos en los bolsillos.

Los poemas ya no están.
La luz es opaca.
Los perros están en el sótano y suben.

Sus ojos se desorbitan,
sus blancas patas queman como la maleza.
La pobre bibliotecaria se pone a patear el suelo y llora.

Ella no entiende.
Cuando me arrodillo y lamo su mano,
ella grita.

Soy un hombre nuevo.
Le gruño y ladro.
Retozo alegremente en la libresca penumbra.

Mark Strand”


1
Estoy pequeño, tengo gafas de carey y voy en un bus con mi mamá. Las letras aguardan, están por todas partes. Giro la cabeza frenético, desespero por descubrir sentido en los avisos públicos, en los dibujos, en los colores y en las formas que hace apenas unos pocos días descubrí. Ahora el mundo tiene algo nuevo. Tiene algo que escapa y que trato de descifrar. Detrás de la realidad hay otra realidad, escondida y secreta entre las letras.

Ahora recuerdo y lo interpreto con mirada de adulto, no tengo opción. Yo soy otro. Veo al fondo ese niño perdido y absorto en el bosque de símbolos que señaló Baudelaire. Veo, casi siento al niño fascinado y atónito. Y en verdad era yo (eso me asombra), con la cabeza febril intentando unir las letras, pues el bus iba demasiado rápido para atar bien el lenguaje. Además yo no veía bien, mi ojo izquierdo nació limitado y torcido. Un ojo extraviado que iba por otro lado distinto a mi camino y con un velo. En la calle, de la mano de mi mamá, no ponía atención a la gente. El día y la noche eran letras en las que quería encontrar un sendero por el que pudiera ir tanteando con mis pocos años.

Pasa el tiempo, ahora estoy arrodillado en el suelo frente a mi cama con un libro de Emilio Salgari y mi almuerzo, puestos uno al lado del otro. Al mediodía llego del colegio y voy a oficiar mi diario ritual. Mis papás se quedan en la mesa y respetan mi pequeña ceremonia. Engullo mi comida mientras navego con Sandokán el pirata y combatimos juntos a los adoradores de la diosa Khali, a los temibles estranguladores Thugs. La selva está llena de sonidos de miedo, de ruidos de los pequeños y grandes animales. Acechan los tigres de Bengala y las estrellas se vislumbran. Blanquea como hueso un palacio, donde Mariana la perla de Labuán me espera en un balcón florecido. Un lazo de seda se tensa, aguarda en la espesura. Ni me doy cuenta de lo que como, porque debo ir concentrado y en sigilo por la selva y los pantanos del Brahmaputra. Por favor, díganlo en voz alta, saboréenlo…El Brah-ma-putra, y entenderán porque la comida no importaba. El tigre de la Malasia, Mompracen. Mompracen, Tremal Naik. Palabras, sólo palabras, pero ¡ah!, cómo sabían cuando se masticaban en la boca. Ninguna comida podía ser más deleitosa que la reverberación de esas palabras en el paladar y sus ecos en el corazón

Necesito esos libros, no los puedo soltar. Pero hay una dificultad: los libros no son míos, mis papás no pueden comprarlos, un muchacho vecino me los deja leer con una condición: yo tengo que llevarle revistas de caricaturas, de muñequitos, como nosotros las llamábamos. Un amigo me presta las revistas que devoro, leo por toneladas a Archi y sus Amigos, el Pato Donald, Tío Rico, Tarzán de los Monos, El Llanero Solitario, Hopalong Cassidy, Batman, Superman. Las entrañables revistas de Editorial Novaro. Las leo y cuando las termino las presto al tratante de libros, para que me deje disfrutar por unos días sus tesoros. Padecí su tiranía, pero así conocí a casi todo Salgari, hasta que mi padre en mi noveno o décimo cumpleaños me dio de regalo un carné de La Biblioteca Pública Piloto, y empecé a leer también a Julio Verne que me gustaba menos porque sus descripciones me cansaban un poco. El niño que yo era necesitaba acción y aventuras, y no podía detenerse mucho en el paisaje.

Leí a Jack London, a Rudyard Kipling, La Isla del Tesoro, recorrí con Tom Sawyer los recodos calurosos del Misisipi. Leía todo lo que caía en mis manos: recetas de cocina, volantes que llegaban a la casa, los periódicos de mi papá.

2
Ahora visita estas páginas un niño de once o doce años al que le hicieron una cirugía del ojo para corregir el estrabismo. Esa noche yo llegué a casa de la clínica y antes de dormirme entró a mi pieza un esqueleto. La puerta se cerró de golpe y en una silla donde mi madre ponía la ropa planchada, un oso y un tigre sentados me miraban. Y así fue noche tras noche, entre mi espanto y la incredulidad y extrañeza de mis padres. Yo no podía dormir, la luz del corredor permanecía encendida para tratar en vano de ahuyentar las terribles visitas.

El médico dijo que había sido un exceso de anestesia. Mi papá trata de aliviar mi terror y se sienta en mi cama a leerme historias. Recuerdo vagamente el relato de unos exploradores en una selva; sus noches azarosas mientras intentaban encender el fuego protector y ponían hamacas y mosquiteros en los árboles. Era una fronda espesa donde llovía día y noche, era húmedo, muy húmedo, y todo se entrapaba. Mientras tanto, entre el adormecimiento y una vigilia que no podía remontar, yo escuchaba a mi padre
y casi de madrugada lograba entrar al sueño y me iba a acampar con los aventureros en la selva antiquísima.

Leí buena parte de mi infancia y adolescencia. Una adolescencia ahora contrariada con mi padre, pasada casi en soledad y silencio y unos pocos amigos. Devoré de todo: revistas de Selecciones, casi todo Herman Hesse, Edgar Allan Poe, filosofía, cuentos, novelas, ensayos, un poquito de historia, pero no podía con la poesía, porque eran palabras complicadas que no entendía, escritas todas de para abajo. La poesía estaba hecha con palabras rebuscadas y antiguas, que a diferencia de las historias de aventuras, no me invitaban a nada y no me decían ni encantamiento ni misterio.

3
Y aquí se liga la lectura a la escritura: en quinto de bachillerato un compañero me mostró un poema que había escrito y que me impresionó, porque con las palabras más sencillas dijo cosas que me tocaron. Quedé pasmado. Pensaba que todos los escritores habían muerto, que todo el que pudiera escribir algo digno de ser leído por los otros, debía de estar muerto. Le pregunté que cómo había hecho y él me dijo que simplemente escribiera lo que tuviera necesidad de decir, que en esas cosas de pronto habría poesía. Esa noche empecé a escribir, a emborronar unas palabras que se apareaban de mala gana, palabras mal avenidas, que pasados los años aún trato de que dóciles quieran juntarse unas con otras. Encontré que la poesía no está hecha de palabras, sino que a la poesía intentan contarla las palabras. Que ella se halla en los buenos cuentos, en las novelas, en tantas cosas que hablan de verdad y belleza sin eludir lo terrible. Que la poesía palpita en el mundo y también en la manera como lo ocupamos.

Revelación de la condición humana, las palabras son testigos de ese habitar sagrado del instante y a veces…sólo a veces, en un poema hay poesía. Decía José Manuel Arango que la poesía es eficaz porque nos cambia. La poesía no es sólo un género literario, ni un producto de academia, ni la búsqueda de reconocimiento, no es un diploma para exhibir en los grandes salones, no es alimento para engordar el ego, ni es una catapulta al éxito.

Dice Chantal Maillard que “Ciertamente, el verso se "saborea". Y esto, el sabor, al que los filósofos de la India llamaban rasa, es algo que viene dado por la buena elaboración, por la sabia combinación de los ingredientes”.Y comencé como en el poema de Mark Strand a comer, a beber, a leer poesía. Salía con los amigos a los parques a tomar vino y a leernos. Leímos a Khayam, a Octavio Paz, Una Temporada en el Infierno de Rimbaud, Los Elementos del Desastre de Álvaro Mutis. En esas noches y esos días de fiebre nos llegaron tres libros esenciales: Combate del Carnaval y la Cuaresma de Raúl Henao, Este Lugar de la Noche de José Manuel Arango y Memoria del Agua de Juan Manuel Roca. Nos hechizaron también Porfirio Barba Jacob, Aurelio Arturo y Jorge Gaitán Durán. La palabra insaciable y desolada de Alejandra Pizarnic, la poesía aguda y reflexiva de Roberto Juarróz, Saint John Perse y su palabra inflamada. Cuaderno de un Retorno al País Natal de Aíme Cesaire con su voz imperiosa capaz de crear. Todavía recuerdo la fuerza de su voz:

Me levantaré un grito y tan violento
que todo yo salpicaré el cielo
y con mis ramas recortadas
y el chorro insolente de mi fuste herido y sangrante ordenaré
a las islas que existan

Pienso que para ser un escritor de verdad, se necesita un gran rigor, diversos saberes que tejan relaciones para nombrar el mundo con mayor riqueza, una disciplina que levante horarios hasta del “sagrado” desorden, un amplio conocimiento de la tradición y la historia del idioma en el que se escribe y por supuesto, por encima de todo tener el duende…el duende al que según García Lorca hay que “despertar en las últimas habitaciones de la sangre”.

Vistas (con ojo y cuarto) estas consideraciones, me queda grande el titulo de escritor. Me parece que ser escritor entraña muchas más cosas de las que he hecho o he podido hacer. No tengo horarios, me faltan el rigor, la disciplina y el conocimiento…y de los duendes….no los he visto, pero dicen que como las brujas…”que los hay, los hay”.

Los nombres complicados de los tiempos verbales nunca me gustaron, ellos fueron acíbar en la boca. No sé que es el sintagma nominal, ni el adyacente preposicional. La ortografía me llegó del trazo de las palabras, de su disposición en la hoja en la que debe haber armonía.


Ahora tras los años, pienso que lo que buscaba mientras leía todo el tiempo cuanto libro se me atravesaba era saborear, sentir la poesía. “Ese caracol donde resuena la música del mundo” según Paz. La poesía latiendo en tantas voces que trataron de limpiarnos la mirada, para poder entender este mundo fascinante y dolido. La habitación desordenada que llamamos realidad.

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Mi formación, si así puede llamarse, es caótica. Creo que tengo grandes carencias, no he leído tantas cosas que se supone debía conocer…que se supone… Sigo leyendo de todo, sin orden, sin concierto y sin horarios. La verdad es que aún no sé qué árbitro severo juzgará sobre lo que sé y lo que ignoro. Hay tanto por leer y esto que hace años me angustiaba, ahora no me importa. Camino, leo, como, escribo. Intento que todas sean acciones naturales que no se deben a nada ni a nadie. Gestos que ocurren simplemente como lo fisiológico, respondiendo a las urgencias de lo que se llama cuerpo, espíritu, mente…y tiene nombre propio y es mixtura. Jean Cocteau dijo que un poeta es alguien que sin ser escritor, escribe. Yo estoy de acuerdo. La poesía es una gracia que quizás te llegue, si pudiste estar atento, si supiste contemplar (entrar en templo), que como escribe Denise Levertov es observar la realidad pero en presencia de un Dios. La poesía como una epifanía, donde las cosas mínimas y cotidianas adquieren un brillo de nítida revelación.

La poesía no se hace, es algo que sucede. Sin embargo no creo que el poema deba dejarse tal como surgió. Esa “isla” hecha de lenguaje, que emergió súbita a la conciencia, y que casi siempre es un pequeño bloque de palabras, una imagen, dos o tres frases que imantan un contenido oculto…ese pedazo de tierra náufraga, cobra forma y sentido a medida que el alfabeto y los silencios se retuercen y se modelan con toda paciencia, para que quede –ojalá- el poema desnudo de artificios, pleno de poesía. Pero en esas tierras desconocidas siempre estamos medio perdidos, viendo como las palabras nos rehúyen, mientras vamos sonámbulos y pasajeros.

Termino con uno de mis poemas, confiando en que ojalá –voto a los dioses-, contenga poesía y en todo caso sea al menos un testimonio de mi asombro, mi agradecimiento por tantas cosas del mundo, y la pulsión de mi mano que ha querido ser amanuense, testigo.


ORDEN MUDO
Atención extrema a lo que se oye
y al cuidado máximo
puesto en el olvido de sí mismo.

Emilio Adolfo Westphalen.


Afuera sobre el mantel de la mesa hay insectos muertos. Los cojo y los arrojo al suelo, no sea que en el orden mudo de la superficie, su muerte disuene. Cierro la puerta, me persigue el afuera que acabo de ver en todo lo que titila lánguido y empecinado. En los bombillos que defienden y guardan a las casas de toda acechanza de lo oscuro. Cierro la puerta, la noche se arrastró conmigo, hincó su diente mórbido en mi pierna y ahora está al lado y mueve su cola. Doy vueltas en los cuartos, pongo música, suena algo delicado, veo los cuadros, el caminar de todo lo que entrega sentido: Yo

Quiero tener momentos de comunión y que escribir sea un accidente. Las flores en las escalas, la sala sombría cuando nadie la habita, la sala que reclama. Los trastos en la poceta, luces. Todo lo que es voracidad.

Beatríz Mesa: Soñadora de libros



Por. Beatríz Mesa Mejía
Escribir sobre el acercamiento a la lectura en primera persona no ha sido fácil para mí, que soy periodista, y que siempre hablo del otro, de lo otro, desde el otro. Y ésta ha sido una pregunta frecuente en mis entrevistas. ¿Cómo un escritor se asume gracias a sus propias lecturas? ¿Cómo lo influyen? ¿Cómo se percibe escritor a partir de lo leído?
Listas de títulos, historias de bibliotecas maravillosas en sus casas, anécdotas de textos leídos al escondido, recuerdos de voces lejanas. Imágenes. En fin, son tantas las maneras como nos podemos acercar al libro.
Se puede llegar de forma natural, escoger un volumen de un estante, buscarlo en la casa familiar, en la biblioteca del colegio, pedirlo prestado, brujear un texto leído por otro. O simplemente seguir las páginas de los diarios, detenerse en algunas fotografías, pasar luego a sus pies de fotos, a sus títulos y textos corridos. O buscar las caricaturas y hacer el crucigrama.
Son maneras, formas de acercarse a aquello que una vez llega, no lo abandona a uno.
Tengo una imagen. Estudiaba en el Colegio María Auxiliadora del centro de Medellín y siempre iba caminando desde mi casa hasta allí. Generalmente estaba acompañada. Pero ahora me veo sola, con un libro en la mano andando por las calles recorridas una y mil veces, sabidas de memoria. Leía Las cárceles del alma, de Lajos Zilahy, un relato denso, una historia de amor cruzada por la guerra, en la que la pasión, el deseo, el miedo al otro y a nosotros mismos; la soledad, los encuentros -que ahora pienso como paralelos-, de aquellos que un día convivieron y cuyos caminos se separan, aparecen allí en el fondo de las experiencias de sus protagonistas en una sociedad de la primera mitad del siglo XX herida por el conflicto con sus dos grandes guerras. Un relato que trasciende la anécdota y que nos muestra cómo esos conflictos afectan las pequeñas historias, las vidas individuales.
No he querido volver a leer ese libro que hace parte de mis primeras lecturas, para no perder el gusto que sentí en aquellos días. Para no perder las imágenes que vi en las palabras y los diálogos, para no olvidar el aroma primero, la tristeza y la alegría por lo que allí ocurría; ese final inesperado que, con el paso de los años, siento que marcó mi existencia de una forma inconsciente. La lectura de aquellos días será distinta a la de hoy. Así, no quiero perder el recuerdo singular que tengo hoy de esa novela del escritor húngaro. Es como un no querer perder la inocencia frente a ella. Y es que cambiamos como lectores, nos transformamos con nuestras propias experiencias y cargamos esas lecturas de significados de acuerdo con nuestras propias vivencias.
Sí, Las Cárceles del alma, del escritor Lajos Zilahy, ese libro que me prestó una compañera de colegio, fue fundamental. Sin embargo, ya antes había empezado a leer. Primero los periódicos que llevaba mi padre a la casa. A veces él leía en voz alta o hacía comentarios de una noticia, del editorial, de un acontecimiento, o nos mostraba, a sus hijos, una página, una foto.
Me recuerdo leyendo “los muñequitos”, viendo las fotografías, mirando la caricatura editorial. En fin, acercamiento al papel, a las letras escritas que poco a poco adquirían un significado. Luego las tareas, los recortes de informaciones pedidas por los profesores. Lecturas obligadas. La revista Selecciones con sus historias relatadas como cuentos, con sus micro temas, con sus tips, como adelantándose en el tiempo.
Ya antes el libro había sido un poco juego. Páginas de colores. Amarillo, verde, azul. Páginas para enseñar a contar. 1, 2, 3. Páginas y páginas. Como las de una colección de cuentos infantiles que había en casa de una amiga de infancia. Creo que los leímos todos, los clásicos de brujas, hadas, seductores y valientes caballeros, príncipes enamorados y lámparas mágicas. ¿Cómo nos definen esas lecturas? ¿Qué tanto tomamos en nuestra vida futura de lo dicho por esos autores en los primeros años? ¿Qué tanto marcan nuestras existencia, esos caminos que elegimos? ¿Las puertas que decidimos abrir. Las llaves que seleccionamos?
No recuerdo una biblioteca muy grande en mi casa. Pero sí algunos títulos. Por ejemplo, una bella edición ilustrada a color de Las mil y una noches que con el paso de los años se perdió y que quisiera volver a tener. Fue un libro de vacaciones. Sus páginas me sumergieron en una atmósfera mágica y misteriosa.
Conocí luego los clásicos. Homero, Dante. También a Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Alejo Carpentier, a Gabriel García Márquez, a María Mercedes Carranza que estuvieron conmigo durante varios años provocándome, inquietándome.
Apareció Gaston Bachelard que me habló del mundo sensible de las cosas, de lo que no se ve, del espacio y de la llama. Luego, me sumergí en los relatos de Edgar Allan Poe, maestro del misterio, o de Howard Phillips Lovecraft, con sus bestias de extraños nombres, maestros de la literatura fantástica que abrieron otra puerta. Y caminé de las manos de Jane Austen, Umberto Eco, Marcel Proust, Fernando Pessoa, Raimond Carver, que me ofrecieron tiempos y espacios llenos de facetas. El espejo partido en mil pedazos, con imágenes multiplicadas, diversas. Palabras que me llevaron a interesarme por las artes plásticas, por el teatro, por la historia, por el periodismo.
Y es que el acercamiento a la lectura es eso, abrir puertas. Abres y encuentras grandes salones, espacios decorados, luz, penumbra, profunda oscuridad; los hay como laberintos en los que te pierdes al entrar; en algunos momentos, las salidas se encuentran, en otros, tal vez, no se advierta el otro lado.
La lectura como rompecabezas que se arma, como puente que se cruza, como montaña que se escala, como volcán que explota, como vela que ilumina. Un libro tras otro. Realistas, abstractos, crípticos. Libros que nos hacen preguntas, libros a los que les preguntamos; otros nos inquietan, como si ellos nos indagaran, nos retaran. Otros nos dan respuestas. Algunos se pierden en la memoria y aparecen en los momentos más inesperados. La constelación se hace visible. Otros se olvidan, no tienen que volver.
Lo que marcó mi ser de lectora fue tal vez la constatación se ser capaz de vivir a partir de los libros otras vidas. De descubrir la esencia de la humanidad, lo recóndito y lo sencillo, lo profundo y lo perplejo. Pensamientos distintos y contrastantes. Complejos, absorbentes.
Mi relación con los libros ha sido tranquila, pausada, a veces. Otras intensa. Cada estado de mi vida ha traído lecturas y he tenido gente que me ha rodeado, que me ha recomendado autores, historias, ensayos. También por mi oficio de periodista cultural he tenido acceso a títulos de distinto corte.
La imagen de adolescente lectora se me aparece ahora que escribo esto. Y pienso en las palabras de Jaime Alberto Vélez, el escritor antioqueño fallecido prematuramente, cuando en su Defensa del lector hablaba del deseo y de cómo éste es motor, como éste ayuda, también, a formar al soñador de libros. Y cómo hay libros que significan un fin en sí mismo, no un medio para obtener un beneficio.
Creo que mi acercamiento primero a los libros fue ese. No buscaba obtener un beneficio, era más bien el disfrute, el goce. Jaime Alberto se refiere al cuento La felicidad clandestina, de Clarise Linspector, un relato sobre el libro, el que se desea, el que se deja abierto, el que anuncia la lectura pospuesta. El libro que está y que se magnifica. Al mismo tiempo, la lectura en los primeros años significa, como bien lo anota el escritor mencionado, una forma radical de autonomía individual, a lo que suma una característica: el lector es insumiso por naturaleza.
Borges destacó más su ser de lector que de escritor y Virginia Woolf aconsejaba al lector seguir sus instintos. Escritor y lector están unidos por lazos invisibles, se necesitan, ambos se conectan y, cuando se ejerce la lectura, sin duda, hay un diálogo. Igualmente, pienso que la intuición vale, los libros le hacen guiños a uno. Y no se entiende muy bien cómo, a veces sin conocer un autor éste lo llama a uno desde el anaquel de una librería o de una biblioteca, desde la congestión de una feria del libro. Sí, atiendo la intuición. Pero, también, escucho recomendaciones, tomo nota de libros sugeridos, los compro, los presto.
El lector independiente, no sumiso. Para seguir con Virginia Woolf, es aquel que no está atado a leyes ni a convenciones. Así como es libre de elegir, es libre de valorar lo leído. Leer novelas es un arte difícil y complejo, decía la autora. Y advertía que no solo debíamos tener una fina percepción, sino ser también capaces de gran audacia imaginativa, si queremos hacer pleno uso de lo que el autor -el gran novelista- nos da. Y aquí ella habla desde su ser de autora, pero también desde su ser de lectora.
Soy lectora voraz que tengo una profunda curiosidad. Una curiosidad que nació siendo adolescente y que se ha sabido mantener. Leo, además, de una manera no ortodoxa. Puedo tener uno, o tres y cuatro libros iniciados. Puedo tener libros de varios géneros empezados o varios títulos de un mismo autor. Me nutro de todo esto. El mundo a través de los libros se me ha abierto con un zoom de acercamiento profundo, también, con un gran angular que me permite observar desde la lejanía. El detalle si, como si un microscopio nos mostrara los secretos de una partícula; y también la inmensidad. El universo que se mira con un telescopio. Nos ubicamos en esa puerta de la que hablé al principio como invitados, en la que se nos permite recorrer, tocar, palpar. Y nos ubicamos en la torre y el balcón desde el cual percibimos, nos llenamos de sensaciones, nos detenemos en el sentido de los leves matices, de los significados. Y como Ulises desde la atalaya vemos el humo que está más allá.
La lectura, pues, me ha permitido encontrarme. He visto mi rostro reflejado allí; también he visto a los otros en sus gracias y miserias, en su fuerza y debilidad. En sus contradicciones. He sentido latir su corazón, he escuchado su respiración y he visto cómo nos desvanecemos y fragmentamos.

Esteban Carlos Mejía: Bibliomancia o la manía de los libros



Por. Esteban Carlos Mejía
Esteban Carlos Mejía. Medellín, Colombia (1953). Ex publicista de oficio, novelista de vocación. Columnista de prensa y presentador de televisión. Con el programa Especiales del Arte, del que era director y presentador, ganó en 1991 el Premio Simón Bolívar de Televisión, en Investigación Cultural. Su cuento “Cuestión de escrúpulos” (Gaceta, 1979), fue llevado al teatro, junto con textos de otros autores, por el Colectivo Teatral Matacandelas, entre 1982 y 1988. Mentirás al prójimo como a ti mismo, su opera prima, ganó el Premio Nacional de Novela Editorial Universidad de Antioquia, en 2000 (primera edición, marzo de 2001). I love you putamente es la primera novela de Trilogía de espaldas a Medellín. En la actualidad trabaja en la segunda parte de la saga, Esos besos que te doy.

Quiero aventurar, para intranquilidad mía y desasosiego de ustedes, una paradoja. Aunque llevo casi media vida tratando de definirme como escritor, aunque hoy en día vivo para escribir y escribo para vivir, la verdad es que soy un lector que escribe.
Primero fui lector. Primero soy lector. Leer es más fácil que escribir. Menos estresante, menos desagradecido. Escribir, pese a la fama, es un oficio ingrato. No importa cuántas horas te claves al computador, no importa cuántas notas tomes en tu libreta de apuntes o cuántas coyunturas, diálogos o escenas recopiles en tu memoria, no importa cuánta fe pongas en lo que escribes, no importa nada, al final del día, cuando estás a punto de rezar tus oraciones nocturnas, te sentirás incompleto, extenuado y vacío, en falta, aburrido, con ganas de tirar la toalla, colgarte de la brocha o pegarte un tiro. Simbólicamente, claro está. Siempre. De la ingratitud de la escritura, sólo te salva la plegaria sincera, frecuente y honesta.
Mis oraciones nocturnas son laicas. De rodillas ante mí mismo juro que consagraré la totalidad de mi alma a la literatura, con lecturas y escrituras nefelibatas y un torrente de oficio. Nefelibata soy y quiero seguir siendo. Nefelibatas somos aquellas personas soñadoras, que andamos por las nubes, pensando en los huevos del gallo o en el sexo de los ángeles, que viene siendo más o menos la misma cosa. Cuando este juramento, repetido en silencio una y otra vez, ha saturado mi mente, ruego a la Ignota Providencia que no me deje morir sin hacer mi obra, la que sea, mi obra, para la que imploro bendiciones sin par. “Que mi obra tenga”, pido en silencio, “originalidad, belleza, riqueza, armonía”. Y luego invoco para mí las virtudes de los dioses de mi panteón literario: paciencia, perseverancia, persuasión, método. “Déjame ser”, le imploro a la Anónima Providencia, “,un demiurgo innovador y de buen humor. Dame energía para que lo que escriba sea una revolución, una renovación, un renacimiento.” Metido en honduras, suplico creatividad, autonomía, iluminación, intuición, imaginación, inteligencia, suerte, amor y… muchos millones de pesos. Por lo general, al llegar a este punto, el sueño me acomete o me atropella o me embute en la otra realidad, la onírica, más vigorosa y visionaria y victoriosa que la vida ordinaria de la vigilia. Duermo en paz, pues.
Y llega un nuevo día, el nuevo día de cada día. Abro los ojos y, en vez de hacer lo que debo hacer (¡escribir!), me levanto y busco un libro para leer. Al azar. Mera bibliomancia.
El sufijo -mancia significa ‘adivinación’, ‘práctica de predecir’. Por ejemplo, ornitomancia es el antiquísimo y exactísimo arte de adivinar el futuro mediante el vuelo de las aves, gallinazos o golondrinas, gaviotas o azulejos. Cartomancia es ver el porvenir en los naipes, no de póquer, por cierto. Con la quiromancia, se puede predestinar el destino mediante la lectura juiciosa e inescrupulosa de las líneas o rayas de las manos. Todos o casi todos tenemos un arte adivinatorio propicio. El mío es la bibliomancia, o sea, adivinación por los libros.
En principio la bibliomancia consistía en abrir un libro al azar e interpretar el contenido de esa página, adaptándolo al contexto o a las circunstancias del momento. El bibliomante leía el primer párrafo de la página hallada y anunciaba su vaticinio. A veces, el libro se dejaba que el libro se abriera sin intervención humana. El viento o la intemperie se encargaban de pasar las páginas. O se tiraba el libro de cualquier manera, a ver cómo quedaba abierto. Sin embargo, los bibliomantes más certeros, entre ellos los emperadores Adriano y Claudio, únicamente se dejaban guiar por su inspiración y sabían abrir el libro en la página adecuada, con gran revuelo de los interesados y sempiterna fascinación entre quienes escuchaban sus interpretaciones.
Bueno, mi bibliomancia no es tan esotérica. Ni es recopilación de profecías. Ni de vaticinios. No busca anticipar el porvenir en esa palma de los libros, que son las páginas abiertas. Mi bibliomancia es, ante todo, exploración, indagación, escucha, auscultación de un saber no sabido. Un libro me lleva a otro libro. Y a otro y a otro y así sucesivamente.
La literatura es una suerte de re-creación, re-descubrimiento y re-presentación. Y también es re-conocimiento. “A través de ella sabemos que sabíamos lo que ignorábamos que sabíamos hasta que lo leímos formulado o representado o contado”1 O dicho de otro modo, igual de enigmático, la literatura es “una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. ¿Parece un galimatías? Ni tanto. Al leer una novela, por ejemplo, recreamos el mundo, la realidad de la que proviene ese material de ficción que nos apasiona. Lo recreamos y lo redescubrimos. Incluso nos lo representamos en el teatro de nuestra imaginación. Pero, sobre todo, al leer nos reconocemos en lo que leemos. No sólo porque nos resulten familiares los lugares en los que transcurre la acción o porque los personajes se parezcan a algunos seres de carne y hueso con los que hemos compartido un rato o una vida entera. Nos reconocemos porque al leer vamos descubriendo un saber no sabido, una masa de conocimiento que anida o anidaba en el interior de nuestra alma a la espera de la intromisión de la palabra escrita, de la todopoderosa letra.
Ahora bien, si ese reconocimiento ocurre mientras se lee, más, mucho más, al escribir. Dicho de modo laxo, leer y escribir forman parte de un mismo proceso. En mi caso, lo digo con la boca llena, leo para escribir y escribo para leer.
Con mi bibliomancia voy de un libro a otro, como un vagabundo o como un baquiano perdido en la manigua, salto de unas páginas a otras, traspapelado, pero seguro de avanzar en la dirección correcta o, al menos, precisa, aquella que me permitirá esclarecer dudas, cuestionar hipótesis establecidas, afirmar pensamientos o dilucidar sentimientos. Pero, ojo, damas y caballeros, ¡la bibliomancia no es un manual de autoayuda! Es una pesquisa interior, sin interrupción, sin afanes, sin obligaciones. No admite moralinas ni sociologinas: no hace concesiones a modas críticas ni a esperpentos académicos. Es, pues, una errancia bibliográfica, personal e intransferible, como ciertas tarjetas bancarias, sin fricciones ni apremios, sin requisitos ni religiosidad. Arranco con una obra, paso a otra y después a otra, de aquí a allá, en un encadenamiento sin fin. Parezco una adolescente, los dioses me perdonen la comparación: siempre quiero de lo que no hay. Al leer así, poco a poco mis incógnitas se despejan y las respuestas surgen de la nada. La bibliomancia es un arte sibilino, mucho mejor que el tarot o el I Ching.
¿Para qué me sirve? Aparte del enorme e inagotable placer que brinda leer como a uno le dé la reverenda gana, la bibliomancia ayuda a resolver las múltiples e imprevistas complicaciones que se presentan al escribir. Les pongo un ejemplo, a ver si exagerando me explico mejor.
Actualmente estoy escribiendo la segunda novela de mi “Trilogía de espaldas a Medellín”, que inicié en 2007 con “I love you putamente”. Esta segunda parte se llama “Esos besos que te doy” y gira alrededor del rebusque… el rebusque económico, moral, emocional, erótico, existencial, pues creo con firmeza que hoy en día en esta ciudad todos estamos al rebusque mientras no demostremos lo contrario. Pues bien, al promediar la novela, de la que ya sé casi todo, (¡sólo me falta terminar de escribirla!) empecé a preguntarme algo que debí haberme preguntado desde mucho antes: ¿qué es Medellín?, ¿qué clase de ciudad?, ¿en qué atmósfera vive y pervive y sobrevive? No tanto eso. Lo que empezó a afligirme hace ya casi un año, no fueron exactamente esas preguntas -digamos, antropológicas o sociológicas-, sino otras de índole más personal y más íntima y más literaria. ¿Cuál Medellín estoy escribiendo? ¿La Medellín parcial y fragmentada que conozco a medias? ¿La Medellín que imagino y sueño? ¿La que se ha ido acumulando en mi memoria y en mis huesos y en mis premoniciones? ¿Otra que quiero inventar para mi autosatisfacción? Como desconocía las respuestas -aún sigo sin tenerlas del todo-, me puse a leer, mera bibliomancia. Cogí el primer libro que encontré en mi mesa de trabajo.
Increíble pero cierto, no fue un libro de ficción. Fue El contrasueño / Historias de la vida desechable, crónicas periodísticas de Carlos Sánchez Ocampo, relatos brutales e incuestionables sobre los ñeros de Medellín, hombres y mujeres a los que la ciudad quiso dejar o dejó por fuera, “buenos para nada”, atornillados a la pobreza y sus dolores. Leí El contrasueño con el alma en vilo, apesadumbrado, vuelto pedazos. Todo me conmovió: el hospedaje en Guayaquil, las callejuelas oscuras y malolientes, la vida descalza, “fumar bazuco es fumar angustia”. Etcétera. ¿Era ésta la respuesta que buscaba? Quién quita. Pensé que debía leer más libros en esa línea. Encontré algunos en mi biblioteca, compré otros, presté la mayoría y los amontoné, listo para seguir. El azar, bibliomancia pura, me arrastró hacia la ficción. En vez de leer los volúmenes que había acumulado, pegué un salto mortal y me tiré de cabeza, sin ningún rubor, a Desde Rusia con amor, de Ian Fleming. O sea, sí, no hay equívoco, de las historias de desechables de Medellín pasé a James Bond, el agente 007, con permiso para matar. Enseñado a zigzaguear, no me extrañé ni me cuestioné, pues, la neta, confío en la bibliomancia más que en la academia o en la crítica literaria.
Al librarme de las garras de SMERSH, el siniestro departamento de operaciones secretas de la Unión Soviética, me puse a leer La pista de hielo, la más breve de las novelas de Roberto Bolaño, especialista en cachivaches de 600 o 700 páginas. La recóndita serenidad de esta historia me llevó, como en la movida de un caballo sobre un tablero de ajedrez, a otra libro aún más insólito, La misteriosa llama de la reina Loana, de Umberto Eco, sondeo sobre los recovecos de la infancia, todo desde la perspectiva de un hombre de ciudad que, por lo que sea, vuelve al campo. De ahí, sin más explicación que mi apetito desmedido por las acrobacias literarias, leí Veneno y sombra y adiós, último tomo de la trilogía Tu rostro mañana, de Javier Marías, y luego, más extravagante todavía, me tragué los dos tomos de Servidumbre humana, de Somerset Maugham. Y ya convencido de que volar sin red es volar de verdad, me devoré dos novelas policíacas, El demonio vestido de azul y Mariposa blanca, de Walter Mosley, en las que su protagonista, el querido Easy Rawlins, lucha contra el racismo, la injusticia social y la pobreza en Los Ángeles, ese hervidero de codicia y cemento que tanto gusta en Medellín.
En este punto, alguien podrá decir, no sin razón, “Este man, Esteban Carlos, está chiflado. Quería resolver unas supuestas dudas metódicas de la novela que está escribiendo, una vaina sobre el rebusque a Medellín, pero en vez de aprovechar el tiempo para investigar, documentarse, empaparse de la realidad de las comunas, loma arriba y loma abajo, experimentar, acopiar vivencias, se puso a leer pendejadas sin ninguna relación con las realidades de Medellín.” El que calla, otorga. Porque peor la cosa con la novela que leí a continuación, El cazador en el centeno, de J. D. Salinger, ícono de adolescentes, obra maestra de la literatura norteamericana. La bibliomancia es así: no tiene bordes ni códigos morales ni normas estéticas. Leo por placer y leo para escribir.
Dejé a Holden Caulfield, el muchacho de El cazador en el centeno, y me puse a leer una novela rara, El hombre lento, de J. M. Coetzee, ese escritor surafricano que hurga en el alma humana con sevicia y precisión. Me conmovieron la crudeza de la historia y su final sin esperanzas. Pero sin vacilar, bibliomante enardecido, brinqué a Cartagena de Indias y me hundí en El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, con una lectura intratextual, detallada, obstinada, que me enseñó más sobre el coito y sus secuelas que las dos obras que leí después, siempre con mis preguntas a flor de piel, Estambul, de Orham Pamuk, y 2666, de Roberto Bolaño, su inmensa y, varias veces, incomprendida obra póstuma. Fue como ensamblar dos dimensiones en una, antípoda con antípoda, Estambul y su perenne declinar, y Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, con sus mujeres violadas y muertas por decenas.
¿Y ahora qué leo?, me pregunté, de ocioso. En la búsqueda del saber no sabido que requería (o requiero) para acabar de componer mi novela Esos besos que te di, tuve de pronto la necesidad de repetirme. Así, después de reconocerme en las 1.125 páginas de 2666, fui a enredarme con las peripecias de un columnista y su hermana en Rojo, de Pamuk, otra novelaza de Estambul. En la bibliomancia se reflexiona a medida que se lee, todo es uno, uno es todo, leer y especular al mismo tiempo. No ha de extrañar, por tanto, que de los vericuetos políticos e intelectuales de Pamuk saliera en busca de algo cruel y desalmado. Un libro lleva a otro, ya dije y no pararé de insistir. Me topé, pues, con Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, y sentí miedo líquido y pavor y ganas de salir corriendo para no dejarme absorber por la ferocidad de esas páginas, reveladoras, mejor dicho, síntesis de grandes verdades literarias: el poder de la insinuación, la fuerza de la reiteración, la gravitación de lo interminable, las ganas de seguir leyendo, de no parar jamás, de volver al primer párrafo después de cruzar el punto final de la última página. Fue inevitable: necesité leer otra novela de McCarthy, La carretera, más miedosa aún, más tenebrosa, más insondable.
Decidí hacerle cada vez más caso a la ilusión de la bibliomancia y di otra voltereta descomunal: releí La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, que esta vez me pareció el mapa de una ruta ya reconocida por mí, a mi manera. De México salté al Paraguay, al Chaco ardiente, con sus guerras interminables y sus sedientas batallas de sangre (o sangrantes batallas de sed). Hijo de hombre, de Roa Bastos, me hizo entender la coherencia de la trama, la importancia de no alejarse del espíritu de la obra, virtudes que hallé, elevadas a la enésima potencia, en Yo el supremo, del mismo Roa Bastos, que releí de corrido, boquiabierto, como si fuera la primera vez. Cuando terminé de leer esas páginas, basadas todas y cada una en testimonios históricos o antropológicos, me sentí lleno de gozo e inspiración, tuve ánimos para seguir escribiendo la segunda novela de mi trilogía, que era lo que me había propuesto al iniciar el recorrido aleatorio de mi bibliomancia. Es más, tuve tantos ánimos que di un último salto mortal. Releí por tercera vez (no la última, dioses mediante) la novela que debí haber releído antes que todas: Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, el inclasificable Caín. Y de ahí, sólo necesité agacharme un poco para deslizarme hasta las sombras de La Habana para una infanta difunta, del mismo Caín, con la que entendí, ¡al fin!, que Medellín -el Medellín que estoy escribiendo- no es otra cosa que una ciudad de transfiguraciones, ni más ni menos.
Ahora me parece obvio. Pero sin todas estas lecturas no lo habría podido comprender con la certeza con que hoy lo comprendo. Hace un año no podría haber escrito lo que ahora escribo. Parece obvio, repito, aunque la cosa no es tan fácil. Hace un año sabía muy poco, por no decir “nada”, de Estambul y de los meridianos de sangre y de los hombres lentos y las infantas difuntas. Sabía menos de fiebre y lanza y baile y sueño y veneno y sombra y adiós. Tuve que leer al azar para poder saberlo con convicción. Tuve que volverme un bibliomante, lector sin brújula, indolente, si ton ni son, ingobernable como un borracho. Tuve que leer estos libros de los que someramente, muy someramente, he hablado para poder intuir a cabalidad la verdad que ya sabía antes de dominar el arte de la adivinación con libros: “si tengo una vaca, esa vaca me ordeña”. O dicho de otro modo, igual de ambiguo e impenetrable: la literatura es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía.
Dios los bendiga, pues.