viernes, 11 de septiembre de 2009

Eufrasio Guzmán: LIBROS QUE NOS FUNDAN EN LA INFANCIA



Por: Eufrasio Guzmán
Eufrasio Guzmán es poeta y ensayista. Es profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Publicó el libro Del patio y el velamen, sobre la obra de José Lezama Lima. Monólogos de la sombra, Palabras en el patio y Luz en el laberinto, son tres libros de poemas inéditos. Próximamente publicará el libro de ficción Ceremonias de la muerte.

Estamos hechos de palabras, somos una construcción en la cual participamos, nos dan, en parte, nuestra identidad unas narraciones que encontramos hechas y también elaboramos otras y mediante nuestras decisiones diarias formamos nuestra identidad y construimos nuestro mundo; todo esto que afirmo es algo que diversas corrientes de la filosofía, la educación y la ciencia nos ratifican con fuerza intelectual. Lo leí hace décadas, sin entenderlo, en un filósofo alemán, en su Carta sobre el humanismo dice con una sencillez muy inglesa: El lenguaje es la casa del ser. Por ello las lecturas que hacemos con interés y pasión nos dan tejido vital, nos forman, nos articulan, nos dan una urdimbre de palabras y referencias.
Mi experiencia de lector no es muy basta, es intensa y concentrada. Creo que este punto vale discutirlo, sobre todo en momentos en los cuales, nos cuentan los expertos, se produce en horas más información de la que un lector voraz del siglo XIX podría asimilar en toda una vida. Ningún experto en Platón hoy está en posibilidad de estar al tanto de las tesis doctorales que sobre el pensador se hacen en cinco años en el planeta. Pero puedo recordar que cuando empecé a leer, hace más de cincuenta años, el panorama era diferente, uno se encontraba con lectores consumados que con memoria prodigiosa parecían leerlo todo sobre un área o una rama del árbol del conocimiento. Esos viejos ratones de biblioteca están desapareciendo y el mundo contemporáneo ha hecho de la erudición enciclopédica una rareza.
Mi vivencia de lector comenzó en mi hogar paterno, aprendí a leer en una pocas semanas con una maestra de kínder espléndida. Pero en mi casa no había libros, mis padres, de origen campesino, relacionaban la lectura con el ocio y creo que silenciosamente con una forma benigna de la locura, expresamente mi padre, quien luego se preparó él mismo como vendedor de seguros, vinculaba las novelas con la fantasía desquiciada. Le toca a uno: sus folletos de formación como vendedor de seguros fueron mis primera lecturas, recuerdo con fruición que también en casa había una edición de María que mi madre había encuadernado en su escuela, recuerdo también un ejemplar de uno de los libros de Emilio Salgari, El Tigre de Malasia.
Mis primeras lecturas, mientras estaba en la escuela primaria, fueron pobres, ninguna de las escuelas tenía una sencilla biblioteca. Pero las insulsas cartillas de lectura y español y esos poquísimos libros de casa me nutrieron de una manera muy fuerte y definitiva en mi infancia. Los puedo enumerar en los dedos de una mano: María, de Jorge Isaacs, El Tigre de la Malasia, de Emilio Salgari, Corazón, de Edmundo de Amicis. Este último era el libro de lectura en el último año de primaria.
Perdí la cuenta de cuantas veces leí la María en ese trance silencioso de mis primeros años, pero para siempre se quedaron grabadas en mi mente y en mi cuerpo esas maneras de entender el amor y el paisaje. Los miles de páginas que he leído luego sobre el tema no han logrado desplazar de mi alma la idea del amor como algo que nos redime o nos condena. Ni Platón, ni Bataille, ni Freud, ni Jung, ni Erich Fromm, ni Ignace Lepp, ni el trabajo de Irenaüs Eibl-Eibeldsfelt desde la etología, ni Ken Wilber o Bretón, o Durrell o Miller o Lowry han podido erosionar un milímetro de esa piedra reluciente que sembró en mi alma Isaacs con su novelita del siglo XIX.
No sólo mi aventura intelectual para entender y explicar el amor se trazaron en esa lectura infantil, también casi toda mi vivencia con las mujeres, que se cuentan también en menos de los pocos dedos de una mano, sería comprensible sin esa lectura desbordada, febril, reiterativa: creo que tenía razón mi padre, Isaacs me enloqueció en el punto para siempre. Eso quizás explica que sostenga relaciones de pareja por décadas esperando a ver nacer, crecer y florecer el amor. “Sin amor no se puede vivir”, dice Malcolm Lowry en Bajo el volcán y este brillante escritor inglés había bebido esa pócima, como lo muestra Gordon Bowker en Perseguido por los demonios, en Cambridge, en las copiosas tradiciones románticas dominantes entre profesores y estudiantes de poesía.
La vida de Malcolm, una borrachera interminable, su obra, una sola y espléndida faena para describir los abismos del alma humana, sería imposible sin esa sed de amor, sin su atormentada búsqueda de un lugar de respeto en el país de los literatos. Y parece que en el origen de muchas dipsomanías late cálida la ausencia del amor más importante, el amor a sí mismo, el amor propio. Sin amor propio no hay valentía en el combate, no hay conquista de sí, no hay capacidad genuina de encontrar y amar al OTRO. Sin ese amor propio, exaltado a la máxima potencia, no hay arte, ni literatura. Nietzsche lo ha recordado a los gritos durante toda su vida y su obra. Se necesita un egoísmo descomunal para dedicarse al arte, se necesita tratar sus defectos como virtudes y se tiene que ser capaz de sacar de la enfermedad la fuerza para lograr algo en este punto y en otros. ¿Será por ello que la república de las letras parece un jardín de infantes, egoístas, delirantes, llenos de flatus, de aire? Quizás, no sé. Si se que esa visión del amor, ingenua, sin matices, que hay en María me ha llevado al fracaso parcial en el proceso de construir relaciones maduras y sanas; pero me dio la posibilidad de leer Fedro de Platón con fuerza e intensidad, a Freud con curiosidad genuina y a los demás igual. Nuestras primeras lecturas, lo entendí en el contacto con la Etología humana, nos troquelan, el cuerpo y el alma. La idea de imprinting o troquelado es una soberbia refutación a Locke y al empirismo inglés: tenemos una capacidad de ser afectados que en la infancia es muy fuerte y eso explica la relación con la lengua, con los padres, con nuestros primeros senderos. Hay una importante cantidad de información de origen genético en nuestro ser que funcionan como pre-programaciones.
Me “troqueló” también la lectura de Salgari, la palabra es muy brusca y en mecánica industrial el troquelado es casi perfecto, me marcó , dice mejor, me abrió caminos el librito de Salgari. Sentir la vida como una navegación, el éxito y el fracaso como asuntos derivados del surcar el mar de la vida, la idea de crisis a bordo como ahogamiento, hundimiento o naufragio se nutrió allí. Mi penúltimo libro de poemas, cincuenta años después de esa lectura, está marcado por esa metáfora de la navegación, los piratas que cruzan el mar, la capacidad vital de mantener la velas al viento y surcar, llegar a puerto. Por ello cuando pasé de la escuela Julio César García al Liceo Antioqueño, y puede acceder a la biblioteca de la que ha sido mi universidad de casi toda la vida académica y laboral, fue una fiesta. Esa fiesta innombrable de la lectura empezó en ritmo vertiginoso en esa sala del segundo piso donde funcionó mucho tiempo la Facultad de Derecho y allí fueron Coleridge, los Cronistas de Indias, Cayo Suetonio Tranquilo, Thomas de Quincey y sus Confesiones de un inglés comedor de opio los que nutrieron mi curiosidad insaciable. Tantos libros, páginas felices, tejidos en los cuales nos vamos haciendo.
Una lectura se anuda con otra en una red alucinante, espléndida y compleja; en las páginas de Salgari cruzan en un carrusel interminable los narcóticos, todos los de uso en China y la India y los que su imaginación fabulosa inventó para la criptomnesia, narcolepsia, simulación casi perfecta de la muerte; narcóticos y venenos al orden del día y para cruzar la noche y el peligro. Por ello cuando al final de los años sesenta empezó el boom de la psicodelia y la contracultura, salir a buscar a Dios todos los domingos en las praderas del hongo, me parecieron emergencias de viejas sabidurías que ya estaban desde hace años en el aire.
Muchos años después, leyendo a Giorgio Colli o a Graves, pude captar mejor de qué manera la filosofía está unida en su origen a esas actividades mánticas y a las inspiraciones mágicas que producía en Eleusis el cornezuelo del centeno. Y supe también leyendo informes científicos por qué la psilocibina se denomina en las prácticas psiquiátricas la droga de la verdad. Platón, en el Parménides, vincula a la filosofía con la manía y tiene la búsqueda de la verdad un efecto poderoso en quienes leemos filosofía durante toda una vida; la verdad y el conocimiento son sin lugar a dudas algo parecido a un narcótico muy fuerte del cual la especie humana no quiere desprenderse, no puede desprenderse. Nuestro destino está unido a esa adición poderosa que nos redime de la ignorancia fiera y nos ata sin cadenas a los libros y a los laboratorios, a lo mejor del espíritu humano: Una curiosidad insaciable que no se agota ni siquiera en la muerte, pues hasta nuestro organismo, nuestro cuerpo y nuestra mente, necesitan aprender a morir.
Enteógenos, narcóticos, psicodelia, etnografía interior quizás no son lo mejor de la fiesta. Como dice el poema de Juan Manuel Roca: “Diciembre y sus rojos alcoholes no han traído ni una pelusa de olvido a mi memoria”. Y es que como lector de todo lo que caiga en mis manos he llegado a algunos convencimientos. La curiosidad devoradora es un arma poderosa pero hay un previo muy importante. Curiosidad enorme ha llevado a desarrollar la bomba atómica, curiosidad y afán de comodidad dieron lugar a la industria quizás más destructiva del planeta, la pasión humana por los automóviles nos ha llevado a extraer de las entrañas de la tierra el líquido febril que los impulsa y que está destruyendo el ecosistema de la vida.
Nuestra curiosidad, como casi todas las pasiones, no parece tener límite. El erudito, el investigador exitoso, el artista, los hombres de negocios a quienes no les sirven 5.000 millones de lo que sea, el ávido de poder que es capaz de manipular las fibras de toda una nación, todos ellos en sus extremos transmiten al instante una sensación inocultable de una monstruosidad que se puede descontrolar, una hybris respiran casi todos ellos. ¿Qué hacer? Pedir una tonelada o una pelusa de olvido no importa, no vale el olvido. La memoria tampoco nos proporciona el secreto, casi todos los que acabo de nombrar la tienen en grado superlativo. Creo que es el asunto del bien lo que importa, el conocimiento unido al bien no da ciencia, la ciencia no piensa y nos da excelentes remedios y vacunas y manera de convertir un desierto en un jardín, pero nos da también armas mortíferas, venenos como para matar a varios elefantes con una cucharada dulcera. La ciencia no piensa y la mayor parte de los científicos tampoco, investigan, avanzan en sus laberintos prodigiosos a tientas. La cosa está del lado de otra mezcla infalible y vital: conocimiento unido al bien, basado en la experiencia, da lo mejor, da sabiduría.
La sabiduría tiene que ver con el no apegarse a teorías por buenas que sean, la sabiduría como la comprende la punta de lanza de la humanidad tiene que ver más con el corazón que con la fría cabeza que desarrolla la ciencia. Esa lección está muy accesible en un libro diminuto que hoy nadie nombra y que describe un mundo infantil, bello y humano. Ya lo mencioné al comienzo: Corazón del escritor italiano Edmundo de Amicis romántico y realista. Corazón tiene la forma de un diario infantil, un niño, Enrique, lo escribe y como toda la literatura del escritor italiano este diario apunta en esa dirección. Tiene capítulos bellos y tristes, como la historia de Marco en busca de su madre en un camino que lo lleva de los Apeninos a Los Andes. Lo que me hace recordarlo con fuerza es su confluencia, su unión con propósitos humanos muy loables como los que tiene el "Club de Budapest" (www.club-of-budapest.com), fundado en 1993 por Ervin Laszlo. Se trata de una asociación global de prestigiosos "líderes de opinión", todos ellos personalidades en el campo de las artes, la ciencia, la cultura y la espiritualidad. Está dedicado este grupo humano al progreso y evolución responsable de los valores éticos en la sociedad y en todos los aspectos de la vida personal, empresarial y comunitaria. El desarrollo y práctica individual de esta "ética planetaria" es uno de los caminos para conseguir un planeta sostenible y sin violencia. Tiene un interesante Consejo de la Sabiduría mundial y puedo decir que de alguna manera son buena parte del corazón del planeta. Los llame punta de lanza atrás y debo desacreditar esa metáfora guerrera. Pero no sobra concluir con el planteamiento de los libros como lanzas, motores, escafandras, naves, herramientas muy valiosas para desarrollar la humanidad que contenemos.

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