viernes, 11 de septiembre de 2009

Maria Teresa Ramírez: UN SAPO EN LA BIBLIOTECA



Por: Maria Teresa Ramírez

Siempre he pensado que los escritores somos unos grandes ladrones. Robamos historias de aquí y de allá: una noticia en el periódico, la tragedia del vecino, una conversación en el autobús… Pero ya robado el tema, cuando empezamos a escribir sucede algo caótico: esas palabras a las que recurrimos para contar la historia, se tornan esquivas, se sueltan de sus amarras y se escabullen de nuestra mente. La idea que queríamos plasmar en el papel se resiste a ser dominada y esa mezcla de agonía y éxtasis que implica el acto de escribir, puede ser muy bien la manera de pagar por nuestros pecados. No sé en qué momento preciso el bicho de la escritura me picó, pero presumo que estaba allí, al acecho, desde cuando empecé a leer a muy temprana edad.
Hasta ese momento mis aventuras más osadas consistían en subirme a un laurel enorme plantado al frente de mi casa en el barrio Laureles, desde donde hacía poemas a un amor platónico o ir los domingos al matinal del teatro América. Antes de iniciarse la película, intercambiábamos los comics, revistas de muñequitos que por ese entonces constituían nuestras lecturas. El llanero solitario, Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Supermán, y Archi el pelirrojo, eran algunos de mis preferidos. Cuando las luces del teatro se apagaban para dar comienzo a la proyección, yo quedaba atrapada en la trama de la película, que casi siempre era vieja y remendada, y en cuyos intermedios forzados se armaba una gran algarabía. Otras veces, los cortes eran impuestos por la censura de la época que nos dejaba con las ganas de ver el beso apasionado del final. Nuestros amigos varones preferían los filmes de vaqueros con John Wyne, pero las niñas adorábamos las películas de amor como las de la serie de Sisi Emperatriz, protagonizada por Romy Schneider, que representaba la vida de una joven inteligente y rebelde que se casaba con un príncipe, para quedar atrapada después en un círculo de intrigas e infidelidades. Yo estudiaba en un colegio de monjas estrictas y por este motivo aquellos primeros acercamientos al sexo desde el séptimo arte, tocaban los límites del pecado con aquel valor agregado que tiene lo prohibido.
Tenía doce años, cuando mis padres nos llevaron de vacaciones a mis hermanos y a mí, a la hacienda Granada, una finca ganadera, propiedad de la familia en el Bajo Cauca antioqueño, donde mi tío, Sir William, era el administrador. Nadie, en ese entonces, habría apostado un céntimo por mi vocación de escritora, pero estoy convencida de que el inicio de mi pasión por la literatura tuvo su origen en aquel paseo inolvidable. Todos los días, desde muy temprano, salíamos a cabalgar por los potreros; sentados en una talanquera, pasábamos el día viendo a los vaqueros marcar el ganado, y al caer la tarde, cuando el sol hacía guiños anaranjados sobre el horizonte, emprendíamos el regreso a la hacienda. Una sensación de libertad anidaba en mi alma, mezclada con una profunda admiración por mi tío. Sir William era un ser especial que alimentaba su espíritu con los libros y su cuerpo mortal con aguardiente. Su nombre, que nada tenía que ver con los títulos de nobleza, se lo había ganado a pulso con el agradecimiento de los lugareños que tenían en él un remedio para cada problema y una palabra amable para cada adversidad. Al llegar a la hacienda comíamos de la misma comida preparada para los peones, mientras una planta eléctrica rugía iluminando la casa y compitiendo en ruidos con las chicharras y con los cocuyos que rayaban la oscuridad. A las nueve, la planta dejaba de rugir, las luces se apagaban, y sólo quedaban encendidas las llamas de los cigarros de Sir William y de mis padres bailando al ritmo de la conversación.
Mi alma de niña se resistía a las órdenes del reloj, y cuando los cuerpos de los mayores reclamaban el descanso, yo pedía permiso para quedarme un rato leyendo. Entonces, acompañada por una lámpara cóleman, me ponía en cuatro patas para entrar a la biblioteca de Sir William: un mueble negro y vetusto situado junto al comedor, donde convivían sus libros con uno que otro sapo que se colaba por detrás del andamiaje de madera. Allí dormía entre otros una colección incompleta de La Codorniz, una revista fundada por Miguel Mihura en España, durante la dictadura de Francisco Franco, donde con un humor ácido, algunos caricaturistas osados hacían la oposición. Nada sabía yo de la dictadura franquista, pero en aquella revista se insinuaba la inconformidad contra el régimen de una manera que permitía eludir la censura, creando al mismo tiempo una sutil complicidad con el lector. Allí, en ese mismo recinto sentí deformarse mi cuerpo junto al de Gregorio Samsa en La Metamorfosis de Kafka y comencé a degustar la poesía de la mano de Miguel Angel Osorio, más conocido como Barba Jacob. Más de una vez, cuando estaba puesta de rodillas para sacar el libro que iba a devorar esa noche, uno de aquellos sapos de ojos enormes saltó sobre mi cara. Sin embargo, las emociones que me despertaban aquellas lecturas sólo eran comparables con los asombros de mi espíritu ante la elocuencia de la palabra escrita. Ya no era necesario viajar ni salir de la casa, para realizar las más formidables excursiones por el mundo.
Si a los mortales nos fuera dado devolver el tiempo, yo devolvería las páginas hacia una tarde en el Bajo Cauca, en compañía de Arturo Echeverri Mejía, amigo de aventuras y desventuras de mi tío, quien se había refugiado con su familia en una finca cercana para concentrarse en la escritura. La lectura de Antares, me conmovió. En él cuenta la historia de cuatro marinos que desafían los obstáculos de la naturaleza y de la sociedad, para demostrarse a sí mismos lo que un hombre puede hacer movido por su convicción y sus principios. Con Marea de Ratas, novela que narra la historia de un pueblo cercado por unos militares que abusan de su autoridad, empecé a descubrir la magnitud de la violencia que ha detenido nuestro país. Tiempo atrás, Arturo Echeverri había regalado a Sir William algunos de los manuscritos de estos libros, los mismos que habían discutido y corregido juntos, escuchando el rumor del río Cauca y en medio de una juerga con aguardiente.
Aquellas lecturas cambiaron el rumo de mi vida. Sabía muy bien que detrás de la pasta sencilla de un libro se abrían horizontes infinitos por descubrir, y mi avidez por la literatura creció. Ya no eran suficientes los comics, ni las novelas románticas de Corín Tellado que había leído alguna vez en la revista Vanidades. Mi espíritu insaciable pedía más y más. Pero a pesar de que mi compulsión por leer no daba tregua, había un libro al que le había declarado la guerra: el Álgebra de Baldor, un libro grande y pesado con un hombre de turbante en la pasta y relleno por dentro con fórmulas y teoremas que detestaba. A tal punto, que siempre durante la clase de álgebra, me dedicaba a hacer versos y a escribir pequeños cuentos que guardaba con celo. Sobra decir, que durante toda la secundaria tuve que habilitar esa materia.
Un día, en la biblioteca de mi casa, encontré el Relato de un náufrago, un pequeño libro que cuenta la historia verídica de Luis Alejandro Velasco, quien quedó varado en el mar durante diez días hasta ser salvado por los habitantes de una aldea cercana al mar. Nunca había leído a Gabriel García Márquez, pero este libro fue el mejor abrebocas para los que descubriría después: Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera y El General en su laberinto, me revelaron la dimensión de este escritor, premio Nobel de literatura en 1972. La novela me seducía. A esas alturas, ya el destino me marcaba un camino como escritora y empecé a explorar a los escritores norteamericanos para quedar atrapada por Las uvas de la ira de John Steinbeck, esa novela magistral que narra el periplo de una familia obligada a abandonar sus tierras por el polvo y la sequía. Continué con Ernest Hemingway y su novela El viejo y el mar, la historia de un viejo pescador cubano que lucha contra un destino adverso y sale de pesca decidido a terminar con su mala suerte. Por la sencillez de su prosa, corta, exacta, precisa, Hemingway se convirtió en un ejemplo a seguir en mis primeros pasos como escritora. Cuando repaso la lista de los clásicos que he leído, sin lugar a dudas el trofeo se lo lleva la novela Crimen y Castigo de Fiodor Dsotoiewsky, una obra maestra en la concepción del argumento y en la forma de explorar el alma de sus personajes. Me admira su manera de manipular al lector, hasta el punto de convencerlo, de que la vieja Alena Ivanovna tenía que morir asesinada a manos de Raskolnikov. No puedo terminar esta lista masculina sin mencionar a Mario Vargas Llosa, un escritor serio y versátil que maneja con maestría todos los géneros, desde el ensayo sociopolítico, pasando por los cuentos y las novelas como Pantaleón y las visitadoras y El elogio de la madrastra. Y ya que hablamos de ensayo, debo mencionar a William Ospina, uno de los grandes de Colombia, poeta y ensayista a quien leo con admiración. En sus libros La herida en la piel de la Diosa y Los nuevos centros de la esfera, hay todo un tratado de pensamientos lúcidos sobre el antes y el después del hombre en el mundo. No obstante, en honor a la justicia, debo decir que hoy por hoy, siento más cercanía con las mujeres escritoras. Nosotras, tenemos la sensibilidad a flor de piel y por eso no se nos escapa ningún detalle. Cuando leí Cumbres borrascosas de la inglesa Emily Brontë, única novela de esta escritora, la cual sobrepasó la obra de sus hermanas Charlotte y Ann, quedé atrapada por el argumento: el amor tortuoso de Catherine Earnshaw y su amigo Heathcliff, una pasión juvenil que nunca pudo ser, debido a la discriminación social y el odio entre familias. A través de mi madre, que era una gran lectora, descubrí también a Pearl S. Buck, una escritora norteamericana que vivió en China durante su niñez y cuyos libros mágicos como Viento del este, viento del Oeste y La buena tierra, están inspirados en ese exótico país. Ella, que escribió más de 85 libros, ganó el premio Nobel en 1938. Entre las escritoras de actualidad, quiero hacer mención de Isabel Allende, con La casa de los espíritus, una novela desgarradora en la que Clara, su protagonista, tiene poderes para ver el futuro y hablar con los espíritus, y en la que una infidelidad es castigada con un silencio hasta la muerte. Otra de las mujeres que me impacta, es Laura Restrepo, con La Novia Oscura, en ella narra la vida de Sayonara, una niña aprendiz de prostituta en el barrio La Catunga, a quien la vieja Sacramento inicia en los juegos del amor. No quiero terminar este breve recorrido sin hablar de una Señora Escritora: Se trata de Rocío Velez de Piedrahíta, una escritora polifacética, con un carácter que envidiarían muchas de la actualidad. Ella fue finalista del premio Nadal de España en 1978 con su novela Terrateniente. En algunos de sus libros como El hombre la mujer y la vaca y La cisterna, hace una denuncia sobre los atropellos e injusticias a los que han sido sometidas las mujeres. Esta escritora, que está lista cuando se trata de servir a Colombia, estuvo vinculada al proceso de Paz, y su libro El diálogo y la paz, mi perspectiva, da cuenta de su peregrinaje.
No he dejado de leer. Siempre, sobre mi mesa de noche hay cuatro o cinco libros que me esperan. A veces, me sumerjo como hipnotizada en el argumento intrincado de una novela, otras veces en la precisión del cuento, y otras, en el goteo cristalino de la poesía. Hasta que sin darme cuenta yo misma voy esbozando mis propias historias y dejando en el camino jirones de piel. Porque esta vida de escritora que he escogido es al mismo tiempo angustia y pasión, éxtasis y locura, verdad y fantasía que me alimentan y me permiten tomar el pulso de mi sangre para sentir que estoy viva y soñar que puedo cambiar algo de esta realidad.

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