lunes, 2 de mayo de 2011

Juan Calzadilla





(Altagracia de Orituco, 1931) prolífico poeta, pintor y crítico de arte venezolano.
Estudió en la Universidad Central de Venezuela y en el Instituto Pedagógico Nacional. Es cofundador del grupo El techo de la ballena (1961) y de la revista Imagen (l984). Irrumpe en el espacio literario venezolano a mediados de la década de los cincuenta. Integrante de El techo de la Ballena, Calzadilla realizó junto a importantes figuras de las letras y del arte en Venezuela una labor que unía al mismo tiempo una iniciativa para impulsar visiones vanguardistas, enfocadas en el surrealismo, con una militancia activa y contestataria, producto de la efervescencia política y social de entonces; ocasión donde es detenido por agentes de la Seguridad Nacional durante una manifestación contra el dictador Marcos Pérez Jiménez.
Su obra es muy vasta, y abarca desde sus Primeros poemas (1954), hasta Noticias del alud (2009), su título más reciente.
El aún tardío Premio Nacional de Literatura en su nombre, no ha influido en uno de los pensamientos más lúcidos de la literatura venezolana de vanguardia; que en las últimas décadas a desarrollado una obra crítica plástico-literaria, que le ha valido por su parte el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1996 y, de un destacado reconocimiento internacional como poeta. Investigador, critico de arte, y sobre todo, poeta hasta la terquedad, Juan Calzadilla a conjugado instintivamente su oficio de escritor con la del artista plástico, siguiendo los pasos provenientes de las vanguardias latinoamericanas y europeas. Una designación nada envidiable como “artista integral”; como el mismo se define, o poeta visual, como tradicionalmente se le conoce, Juan Calzadilla es, sin más ni más, un artista completo: un poeta plástico.



Guillermo Cardona Marín

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Guillermo Cardona Marín (Medellín, 1961). Comunicador social de la Universidad de Antioquia, ha colaborado en entidades como Colprensa y El Colombiano y durante muchos años ejerció desde el humor el oficio de periodista. Primero participó como libretista, actor y músico de la Compañía de Humor Frivolidad (que se conoce por sus personajes Tola y Maruja), y durante nueve años fue conductor, colibretista y director periodístico del programa radial “La Zaranda” de RCN Radio. En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Literatura a Novela Inédita, otorgado por el Ministerio de Cultura por la obra “El jardín de las delicias”. Participó en “27 relatos colombianos” (2006), en la antología “Una ciudad partida por un río” (2007) de Luz Mary Giraldo y en el libro “Espacios con-sentidos”, con fotografías de Luigi Baquero y textos de diferentes autores antioqueños. También se ha desempeñado como coordinador de “Una ciudad para leer; una ciudad para escribir”, programa del Plan Municipal de Lectura de la alcaldía de Medellín. Seix Barral publicó en 2007 “La bestia desatada”, su segunda novela.

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“El mismo día en que Pablo Escobar cae abatido sobre el tejado de una casa, un médico especializado en el exterior, que se oculta para eludir las balas de sus enemigos, ve que ha llegado la oportunidad de poner en marcha su meticuloso y mortífero plan de huida. El médico, una encarnación del doctor Jekill y Míster Hyde, se había convertido, por fuerza del destino, en un diabólico y refinado torturador, el gran torturador de Medellín, al servicio lo mismo de mafiosos y policías”...

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Fragmento de “La bestia desatada”

Por Guillermo Cardona Marín

La noticia de su muerte retumbó por todo Medellín con más fuerza que cualquiera de sus más sonados carros bomba y el chisme se regó con un traqueteo de buscaniguas por los recovecos de los barrios populares. Hasta yo pegué un brinco cuando oí que lo gritaban desde alguna terraza del vecindario:

—¡Se murió, Pablo se murió! ¡Se murió, Pablo se murió!, era el estribillo que repetía un hombre, como si estuviera coreando una porra del dim; seguramente algún loco que no medía las consecuencias de mostrarse en extremo contento por tan buena nueva. Porque lo era. Mas negándome a creer que a un ateo pecador como yo se le apareciera la Virgen en esa forma, de inmediato encendí el televisor y me bastó reconocer su cadáver —cuando lo bajaban en vivo y en directo del techo donde había caído baleado el gran Doctor como un vulgar ladrón de gallinas— para comprender que si sabía administrar el caos y el desconcierto que sobrevendrían a tan notable deceso, aquélla sería la mejor y quizá la única oportunidad que tendría de escapar a salvo.

El milagro era además por partida doble, pues justo aquel que pudo convertirse en el más implacable de mis enemigos —el único capaz de superarme en saña e inteligencia—, con esa feliz ocurrencia de dejarse matar, aparte de tacharse de la lista, también me estaba despejando ese caminito que necesitaba para largarme de una vez por todas de Medellín y así librarme del conjuro de aquella ciudad nefasta, donde me tocó fungir de malo para no desentonar y donde ni así dejé de sentirme un forastero, un recién llegado, un mero diletante y regular intérprete de la muy compleja gramática local de la inclemencia.

Así que cuando divulgaron el comunicado oficial de presidencia ratificando la información y celebrando aquella muerte con espíritu patriótico, apagué el televisor —para evitarme el embeleco de los partes de victoria del gobierno y sus secuaces— y salí a la terraza de mi refugio en Villahermosa, melancólicamente, para cambiar de pensamientos, mirando al menos un poco de la ciudad que también amo.

El sol rebotaba contra las tejas y los adobes de las casas de Manrique con una monotonía transparente y rojiza de la que sobresalía de pronto, aquí y allá, sin contemplaciones con la composición o con la estética, la estridencia amarilla de los guayacanes florecidos, como fugaces destellos de alegría en esas calles lóbregas, tintas de sangre. Había ocres con visos de plomo por los lados de Bello y un verde de falsa tierra prometida subiendo hacia La Estrella. Medellín toda posaba para mí, ella también sonriendo hipócrita para la foto, con un amanerado aire de postal, tal como quería fijarla en mi memoria para recordarla así no más cuando estuviera lejos. Apenas eso. Unos pincelazos de vivos colores que disimularan la letra negra y menuda del escarnio, el texto de mi historia, oculto bajo aquella visión luminosa como un sombrío palimpsesto.

Fuente:

Cardona, Guillermo. La bestia desatada, Editorial Seix Barral, Bogotá, 2007.


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